inocentes

Por Orlando Ugueto

Una de las fiestas más populares en el mundo católico es la de los Santos Inocentes, la cual se celebra los 28 de diciembre de cada año.

En la mayoría de nuestros pueblos costeros, como La Sabana, ubicado en la parroquia Caruao del estado La Guaira, celebran esta festividad cristiana con un gran bochinche que prácticamente no tiene nada que ver con el origen religioso de la misma, pues lo que menos se hace es rezar ni adorar a ningún santo; sus pobladores solo cantan, bailan, beben y comen, celebrando el “robo” de los niños del pueblo y de la quema del Rey Herodes.

Si bien el nombre Caruao es en homenaje al cacique indio que lleva su nombre, este epónimo, paradójicamente, no se corresponde con la condición afrodescendiente de la mayoría de los pobladores de La sabana, Osma, Oritapo, Todasana, Caruao y Chuspa.

Gratos momentos de mi infancia vienen a mi memoria de los incontables viajes a La Sabana, donde nos reuníamos aquella parranda de hermanos, primos y advenedizos durante las vacaciones escolares del mes agosto, y las decembrinas, para recibir la Navidad y el Año Nuevo.

Recuerdo, en uno de esos viajes de fin de año, del “secuestro” del cual fui objeto por un grupo de “salvajes”, quienes, armados con palos y machetes, gritaban y saltaban con unos arcos que, en vez de disparar flechas, disparaban sonidos musicales; y tenían escudos que sonaban como cohetones cuando los tocaban con un palo.

Eran hombres y mujeres muy feos, vestidos muy raro, llenos de plumas y con las caras y los brazos pintados de gran colorido que se parecían a los “malos” de las películas de la tele, donde asaltaban y mataban a los “buenos”.

Recuerdo el terror que sentí, cuando uno de esos negros, ignorando mis desesperados gritos pidiéndole que me soltara, me sujetaba y arrastraba fuertemente por un brazo.

Mientras me resistía y se abrían mis esfínteres, el cruel hombre reía a carcajadas y me introducía en una fea casa donde había otros niños y niñas llorando, llenos –igual que yo- de un pánico que hoy todavía al recordarlo, me retumba en la barriga.

Fue eterno mi angustioso “secuestro”, del cual me dejaron libre cuando papá Humberto, luego de hablar y reír con mi “secuestrador”, le entregó una botella de güisqui, mientras otros padres entregaban a cambio de sus hijos e hijas: yuca, plátano, ñame.

No entendía qué sucedía, ¿cómo era posible que papá fuese amigo de esos salvajes? Mientras el maluco de papá reía y me llamaba “muchacho pa’ pendejo”, yo no paraba de llorar y el susto ya había acabado de vaciar mi vejiga.

Luego supe, después de sufrir penosamente de las constantes burlas de mis hermanos y de los primos, que “caí por inocente” y que mi tal “secuestro” no era más que un canje o trueque y formaba parte de una vieja tradición que se celebra los días 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, en diversas poblaciones del país y que recrea los pasajes de la Iglesia Católica, donde los niños son robados a sus padres por orden del Rey Herodes para ser asesinados.

Esta ceremonia, que termina en francachela y con la quema de un muñeco representando al Rey Herodes, es una forma de sincretismo religioso, en la que los negros esclavizados manifiestan y evocan con festejos -escudados en la religión católica- su protesta y sus tradiciones ancestrales africanas, tal como ocurre con otras manifestaciones culturales, como la fiesta de San Juan en Venezuela o la santería en Cuba.

Caracas, diciembre 2024


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