Federico Ruiz Tirado

@Fruiztirado

(A Carlos Lanz)

Conocí en Buenos Aires una familia cuya desaparición del hijo  mayor es la motivación de un ritual íntimo que a cada quien en el hogar, o lejos de casa, se le desencadena en las eternas noches, o mientras sienten llegar los amargos amaneceres o cuando el cielo, los pájaros y la flora, anuncian el nacimiento estacional: «es nuestra más doméstica neurosis», me dijo el abuelo, el mayor de todos. «A mí me revienta el hígado cuando llega el otoño».

Un nubarrón que oscurece la vida haciéndose en la cotidianidad de cada uno de los parientes heridos del hijo ausente y nunca olvidado cuando el exterminio fascista de Videla a finales de la década de los 70.

El ritual es inclasificable, pues borra la música de fondo, algunas imágenes confusas pero confidenciales o cómplices se forman desde el aliento de los perros y gatos de la casa, los hermanos regresan a la primera infancia y nadie sabe dónde se encuentra perfectamente nada: lo esencial está extraviado, igual a la mirada de un viejo viudo buscando en la oreja de la tasa del café tempranero la mano de quien no está de cuerpo presente, sino en un retrato en blanco y negro colgado en la pared donde aparece con un balón jugando en el solar de la antigua casa en Mar de Plata, una foto del Che Guevara, una guitarra sin cuerdas, vencida y con un vientre de telarañas y fotos de muchachas bañándose en la playa.

Jorge Luis Borges dijo una vez que los muertos propios inevitablemente desandan, y solo «descansan» cuando uno los olvida. Tal vez en esa imaginación, con su vocabulario tremendamente estrafalario, también díscolo de muchos modos, haya alguna verdad. Hay certezas que adosan impensables sinsentidos y no queda más remedio que cargar con ellas.

A esta familia porteña le ocurre que la presencia del hijo desaparecido está intacta. No es lo mismo recordar a un ser querido fallecido como si éste estuviera en la penitencia del mundo de los desaparecidos.

Cierto es que no hay movimientos ni acciones que los haga moverse ante nuestros ojos: los desaparecidos están allí, en fotos, y sus retratos bailan, cantan, cometen «fechorías» infantiles, pero en nuestra memoria. Nuestros muertos yacen bajo una pátina y les llevamos flores, y hablamos de ellos y soñamos que nos hablan.

Pero un desaparecido nunca ha partido para siempre. Yo puedo compartir mi pensamiento y deseo de que Carlos Lanz viva.

No quiero darle un sitio que no sea el de la vida. Pero no puedo ignorar que su condición de desaparecido lo mantiene sin rostro, sin voz, sin las canciones con las que de vez en cuando celebraba una reunión.

¿Carlos está en el limbo?

A veces me despierto en el anonimato de la noche y me pregunto por qué no da una señal propia de la gente que va a regresar.

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