La adulancia o el arte del jalabolismo

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Arrastrándose junto con los años y con los altibajos de la historia, el modo de la adulancia trascendió, mejorada y sofisticada.

Iván Mendoza

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La crisis de poder de los gobiernos no es una novedad que pertenezca al mundo moderno y menos tiene un sello de propiedad.

Desde los tiempos en que las memorias borrosas de algunos historiadores que se han atrevido a escudriñar  en viejos papiros amarillentos y semidestruidos, a esas joyas que representan los conflictos de  los supremos gobiernos de países de los viejos y nuevos continentes y en casi todos los rodajes de sus conflictos de mando y control, sobre todo de la cosa social o de la guerra, se toparon con una maravillosa forma de maniobrar dulcemente al lado del poderoso o gobernante , en una multivariada gama de títulos y cargos propios del ejercicio de gobierno, como reyes y demás nobiliarios, sultanes y príncipes, condes , vizcondes, incluidas las formas de gobierno moderno y contemporáneo, cuya esencia constituía una actuación de verdadera obra de la miseria humana, donde se concedían y se otorgaban favores y beneficios por obrar a favor de alguien, ocultando los desmanes de la corrupción administrativa, de los vicios, de prácticas sádicas y masoquistas de algún rey o de una reina , o en otros casos, de los príncipes que vivían eternamente embadurnados entre el consumo del opio, el sexo prohibido y el saqueo del erario.

Pero allí, al lado de la podredumbre del poder, siempre estaban los funcionarios leales e incondicionales que hasta prestaban sus cuerpos o los de su familia para tapar los desmanes de sus jefes, llevándose a la misma tumba sus secretos manchados por la fidelidad a su protector, benefactor, para proteger los intereses del poder, la corona o los acuerdos entre países.

La modalidad de la adulancia siempre ha permanecido protegida y arropada con el manto del beneficio fácil y sin mucho esfuerzo, según el dicho popular moderno que lo describe como que “es más fácil jalar bolas en la sombra, que jalar bolas en pleno sol»; aquellos personajes que a través del tiempo han logrado diversas y sofisticadas fórmulas para ejercer el antiguo oficio de la adulancia, o dicho en criollo, la infaltable e inagotable «jaladera de bolas».

En Venezuela por ejemplo, referimos la presencia de la adulancia como una patología que llegó con el propio Cristóbal Colón; por allá en esos lejanos pero inolvidables días de la llegada de las tres naves, ya el almirante traía una escolta bien conformada por sus jalabolas de confianza, claro, inspirados en el cuento de El dorado, de la tierra y los bienes que seguro el genovés les repartiría en forma de botín, porque así se lo habían prometido los reyes católicos españoles, corona  que en ese momento estaba más quebrada que la «olla» después de Semana Santa.

Pero Colón se los trajo porque en toda empresa, y para una de ese tamaño más aún, era menester cargar con por lo menos un buen par de adulantes profesionales.

La figura se trasladó al colonialismo y luego se mimetizó en diversas formas y colores, tanto como se pueda uno imaginar; el propio Padre de la Patria tuvo que andar con mucha cautela, porque a cada paso de su corta pero grandiosa vida, también fue blanco del certero ataque de las adulancias, que según eran tantas que a veces no se podía montar solo en el caballo por culpa de las manotadas voluntarias de la adulancia de algunos oficiales o de algún burócrata de los pueblos que el recorrió. El general tuvo que tomar medidas drásticas y sacudirse un poco de gente sin escrúpulos que se asomaban para ofrecer sus diligencias y favores, eso sí, anteponiendo los correspondientes pedidos, que consistían casi siempre en algún ascenso militar, en una tierrita por los lados del llano, o una haciendita ganadera en los valles de Aragua o del Tuy. Pero nuestro Libertador supo manejar en todo momento la amenaza de esa perniciosa enfermedad.

Arrastrándose junto con los años y con los altibajos de la historia, el modo de la adulancia trascendió, mejorada y sofisticada, se disfrazó de diplomacia, se vistió con los colores del patriotismo, parió un nuevo aliado al que se denominó lacayo y se diseminaron al igual que sus primos en casi todos los continentes. Sin importar cuál fuera la forma de gobierno, la adulancia y el lacayismo ahora de la mano, mimetizados en todos los rincones del poder, en las instituciones del Estado, en la administración de la justicia, en el control social, en el ejercicio de la participación pública de los partidos políticos, allí se infiltra la adulancia, el localismo o el jalabolismo renovado, fuerte y poderoso, que ya ostenta sus perfiles propios y ejecuta con propiedad parte de la misión de gobierno.

La adulancia en nuestra Venezuela es hoy por hoy una sólida institución, no es legal ni constitucional, pero existe y tiene cuerpo, presencia y «manda guarapo»; es atrevida, participa abiertamente de las decisiones más importantes en materia de gobierno, decide y nombra candidatos a gobernadores, diputados, concejales y delegados, hace y ejecuta contratos, critica al estado de derecho y se coloca con petulancia y desfachatez al lado del mejor postor.

La adulancia vive con nosotros, entra en nuestras casas como la TV, no pide permiso porque se mimetiza; los adulantes son serviciales y ofrecen participar en todo, dar facilidades para conseguir de todo; los adulantes no quieren al que piensa, al que hace la necesaria critica, alerta de inmediato a su protector y le describe con pelos y señales la traición, sobre todo la que se refiere al pensamiento libre y democrático, el adulante se autoproclama defensor de la democracia, pero la pisotea y la acusa. El adulante es un exquisito jalabolas que hace creer a su protector que es lo máximo; en fin, es un flagelo pernicioso que es capaz de destruir un partido o un gobierno, donde sea.

El adulante jalabolas siempre vive bien, siempre está enchufado, aunque tenga «cochochos».

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