Clodovaldo Hernández

@clodoher

Los parapoderes, las instituciones y los funcionarios paralelos, encargados, interinos, en el exilio, en la clandestinidad, etcétera, han sido la fórmula de la oposición todos estos años.  Han tenido dos presidentes autoproclamados (Pedro Carmona Estanga y Juan Guaidó); un Tribunal Supremo en el exilio; una fiscal general prófuga; una Asamblea Nacional con mandato prorrogado hasta que sus miembros digan; un paracanciller y una pila de paraembajadores; un BCV paralelo (que se roba el oro y el moro); unas juntas directivas ad hoc para Citgo y Monómeros (que han despalillado ambas empresas en menos de dos años), y así sucesivamente…

Pero en estos días de elecciones, mejor hablemos de los esfuerzos de las élites de la derecha venezolana y sus jefes y aliados globales por crear un poder electoral de facto y manejarlo a su antojo.

Para poner este tema en contexto histórico es necesario modificar el verbo de la oración precedente y decir que no es que las élites hayan querido “crear” ese poder electoral fáctico, sino que procuran “retomarlo”.

Y es que durante el período conocido como la democracia representativa o el Puntofijismo (1958-1998), las élites se repartían todo: Los cargos del Poder Ejecutivo, los puestos de magistrados y jueces, las curules del Congreso, los altos rangos de las Fuerzas Armadas y, por supuesto, no podían dejar de controlar el entonces Consejo Supremo Electoral. No podían dejar de hacerlo porque ese organismo era el garante de la ficción de la democracia perfecta que se vendía por el mundo como paradigma en medio de un continente repleto de dictadores y dictadorzuelos.

¿Cómo ejercieron las élites ese control sobre el organismo electoral? Veamos en detalle.

Los independientes-pro y otras genialidades

El primer mecanismo utilizado fue el de cobrar y darse los vueltos. El CSE supervisaba las elecciones que ganaban Acción Democrática o Copei; las bancadas de ambos partidos se arreglaban en el Parlamento para distribuirse los cargos del ente electoral que supervisaría las siguientes elecciones, del modo típico de reparto de un botín: Uno para ti, uno para mí, otro para ti, otro para mí. Todo muy democrático.

Para perfeccionar la obra, AD y Copei inventaron una cosa singular: Los independientes-pro. “¿Quejeso?”, me parece oír la pregunta procedente de labios juveniles y no tanto. Pues, eran unos señores que tenían la jerarquía equivalente a los actuales rectores del Consejo Nacional Electoral y que todo el mundo sabía que eran adecos o copeyanos, pero se hacían pasar como independientes. Entonces se les llamaba “independiente pro-AD” o “independiente pro-Copei”. Y con eso quedaba claro de qué patica cojeaba cada uno.

En fin, puede lucir como cosas pintorescas, propias de una época romántica de nuestra democracia, pero la verdad es que esa fue una estructura sumamente corrupta y pervertida que permitió fraguar grandes y pequeños fraudes contra la voluntad del electorado.

No se debe olvidar que estamos hablando de la época del reinado del degenerado sistema del voto manual, cuyo conteo efectuado en cada mesa quedaba en manos de las maquinarias de los dos partidos de marras, cuyos integrantes estaban entrenados en las artes del robo de votos realengos, es decir, los de los partidos sin testigos de mesa. De esa manera desplumaron siempre a la izquierda y algunas veces a los candidatos de independientes o de la derecha no bipartidista. Es bueno conocer a fondo esta historia para que no le vengan a uno con cuentos de camino sobre lo maravillosamente limpias que eran las elecciones en aquella democracia.

Acta-mata-voto

La esencia del fraude continuado que perpetraron durante tantos años los partidos cuartorrepublicanos era el acta de votación como negación del sufragio en sí. Esto fue resumido en un lema que ambas maquinarias partidistas compartieron: Acta-mata-voto.

Una vez cerrados los centros de votación, los representantes de AD y Copei (a veces con la complicidad de algún tercero, como el MAS) asentaban en el acta lo que ellos acordaran, aunque fuera notoriamente diferente a lo expresado en las urnas por los votantes. Y resulta que el acta era la última palabra porque -para que lo sepan los que no lo saben y para que lo recuerden los que lo han olvidado- era imposible solicitar un reconteo de los votos reales. ¿Saben ustedes por qué? Pues, porque la otra parte perversa del sistema era que las boletas electorales debían destruirse luego de hacer el acta. Es decir, que el único material en el que estaba reflejado el voto auténtico de la gente desaparecía como documento de verificación.

(No es por casualidad que en los procesos de primarias de la oposición se haya utilizado esta técnica de destruir el material electoral. Recuérdese la famosa quema de cuadernos en la consulta interna que ganó Henrique Capriles Radonski en 2012, bajo las instrucciones de aquella señora Teresa Albanes, que dirigió ufanamente las fogatas nocturnas).

Pero eso no era todo. No, señores. Los representantes de los partidos estaban entrenados, además, para viciar de nulidad las actas si el resultado había sido muy desfavorable. Hechos los locos, sumaban mal, rellenaban incorrectamente las casillas o manchaban el documento, de modo que luego se podía alegar “inconsistencia numérica” o “daños que comprometen la autenticidad del acta”. Genial, malévolamente genial.

La etapa mediática

El garito en que se había convertido el Consejo Supremo Electoral merced a todas estas prácticas delincuenciales, terminó por perder toda credibilidad, y su espacio institucional comenzó a ser tomado por factores externos, por otras élites, entre ellas la mediática.

Por ejemplo, en las elecciones presidenciales a partir quizá del año 1978, pero con creciente intensidad en los años ’80 y ’90, el poder electoral de facto era el Grupo Cisneros, por entonces papá de los helados en las filas de la burguesía local.

La lentitud de los escrutinios que derivaba del voto manual y de la suma de “tramposerías” que hacían -entre sí y contra otros- las maquinarias del bipartidismo, los resultados definitivos solo se tenían varios días después de la jornada electoral. Frente a eso, Cisneros alineaba sus recursos: Ponía a todos los trabajadores de su empresa de refrescos (que primero fue la Pepsi y luego la Coca-Cola) a trabajar como encuestadores a boca de urna. De esa manera se hacía propietario de una data que prácticamente no tenía más nadie en el país. Entonces utilizaba su otro gran aparato: Venevisión. El morrocoyuno y descalificado CSE daba un primer boletín con una cantidad ridícula de votos escrutados y autorizaba a los medios a divulgar sus “proyecciones”. Entonces, Venevisión ponía sus fanfarrias de música incidental  escalofriante y proclamaba al ganador de las elecciones. ¿Era o no el poder electoral fáctico?

En este recuento llegamos así a un punto realmente polémico. Mucha gente dice que el CSE era un ente equilibrado y que lo demostró cuando en 1998, el Comandante Hugo Chávez, siendo un outsider antisistema, ganó las elecciones y no se las robaron, como supuestamente habían hecho cinco años antes con Andrés Velásquez. Bueno, algunos comentaristas que vivieron ese tiempo dicen que el factor diferenciador fue justamente Cisneros, que anunció la victoria del líder bolivariano la misma noche del 6 de diciembre mediante el mecanismo antes descrito.

¿Por qué lo hizo el famoso ricachón? Pues, porque él y otros grandes capos de los medios de comunicación de entonces (incluyendo Miguel Henrique Otero, de El Nacional) habían decidido apostar a ganador, con la expectativa de que Chávez los incorporaría a su gobierno y los favorecería con grandes negocios.

De no haber sido por esa expectativa (que se derrumbó velozmente cuando Chávez demostró que iba a gobernar sin titiriteros) es muy probable que los viejos partidos de la derecha, el CSE y Venevisión hubiesen declarado vencedor al godo Henrique Salas Römer, aunque allí caemos en los inestables terrenos de la ucronía.

Los intentos de retoma del poder electoral

Luego de que el proceso constituyente de 1999 estableció la categoría de Poder Electoral, en pie de igualdad con el Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial y el también novedoso Poder Ciudadano, entró en escena un Consejo Nacional Electoral renovado en esencia: Con más autonomía, solidez técnica y con la determinación de modernizar el sistema de votación.

En términos políticos, lo que había ocurrido era que las élites partidistas y mediáticas que habían tenido el control de los procesos electorales durante cuatro décadas habían sido desplazadas. Ni más ni menos.

Colocadas en esa situación de minusvalía, tales élites no podían hacer otra cosa que tratar de recuperar su poder perdido. En eso han pasado los últimos 23 años. Revisemos algunas de sus intentonas.

La privatización por oenegismo

Una de las estrategias puestas en marcha por la derecha desplazada para recuperar el control del órgano electoral, es crear un CNE paralelo.

Para ello se afincaron en el muy manoseado discurso de la “sociedad civil” y tomaron la vía de las organizaciones no gubernamentales supuestamente motivadas por la “preocupación respecto a la transparencia electoral”.

Tal como ocurre en otros campos (derechos humanos, prensa, corrupción, etcétera) se trata de falsas ONG, pues reciben financiamiento de gobiernos de países con vocación imperial o de corporaciones con intereses en Venezuela.

Así se vivió la experiencia de Súmate, la caricatura de CNE privado que encabezó la dirigente ultraderechista María Corina Machado y que pretendió asumir, de hecho, el rol de la autoridad comicial en el país.

 

El rencor de los medios

De todas las élites desplazadas por el nuevo Poder Electoral, tal vez la que más sintió la pérdida sufrida fue la pandilla de los dueños de medios y en particular Cisneros, por razones obvias. De ser, en la práctica, el gran juez electoral del país había pasado a ser un don nadie, al menos en ese campo, y eso era una afrenta que no estaba dispuesto a soportar, sobre todo cuando él mismo había ayudado a proclamar sin traumas al Presidente que luego lo marginó.

El golpe de Estado de 2002 y el paro petrolero y patronal de 2002 y 2003 fueron las mejores demostraciones del profundo rencor que abrigaba Cisneros por este desaire, que se sumó al desengaño porque Chávez no lo favoreció con grandes contratos. Habitualmente de bajo perfil público, el magnate llegó incluso a encabezar marchas de la oposición, como una muy célebre, denominada “Con mis medios no te metas”.

Con Venevisión a la cabeza, toda la maquinaria mediática torpedeó sin cuartel al nuevo CNE, apoyándose en las ONG antes señaladas y en las conductas injerencistas de Estados Unidos y otros países.

El bombardeo fue contra el sistema automatizado que había barrido con las repulsivas prácticas del voto manual y sus actas mortíferas. Esto se mantuvo así hasta el referendo revocatorio de 2004, pues luego Cisneros optó por el repliegue estratégico y el ataque permanente quedó en manos del resto de los medios privados nacionales y regionales.

 

El abstencionismo para deslegitimar

El afán de los dueños de medios de destruir al Poder Electoral se expresó en el referendo revocatorio, cuando apoyaron unas denuncias de fraude hechas por la Coordinadora Democrática (nombre que tenía en ese tiempo la coalición partidista opositora) sin que se haya presentado evidencia alguna.

Esa conducta de “perder y denunciar  fraude” ha sido recurrente en los partidos opositores y la maquinaria mediática siempre las ha respaldado, incluso cuando las pruebas en contrario han sido fehacientes.

A partir de 2005 se puso en práctica una variante de la estrategia, presumiblemente diseñada en Washington (como casi todos los planes opositores), consistente en llamar a la abstención para deslegitimar los procesos electorales y, con ellos, la autoridad del CNE.

En el caso de las elecciones parlamentarias de 2005, los dueños de medios tuvieron un rol protagónico en la convocatoria a esto que se pintó como un acto de “desobediencia electoral”. Según lo declaró luego el entonces secretario general de AD, Henry Ramos Allup, todos los partidos opositores estaban listos para medirse en las urnas cuando, apenas unos días antes de las elecciones, los llamaron a una reunión con los propietarios de medios o sus más altos representantes, quienes les recomendaron (es un decir, en realidad, los conminaron a) anunciar el boicot a las elecciones, bajo la premisa de que el resultado sería viciado y la AN electa podría ser tachada de ilegítima.

Ese fue uno de los errores más desafortunados que haya cometido la oposición en dos décadas y tanto (y mire usted que son muchas las pifias), pues la Asamblea Nacional sin oposición le permitió a la Revolución dar importantes pasos hacia la consolidación de su proyecto nacional. Los dueños de medios, dicho sea como anécdota, nunca asumieron su parte de culpa en esa decisión suicida.

 

El ataque personal como arma

Escarmentados por tan rotundo fracaso, los opositores aceptaron volver a los siguientes procesos: Las elecciones presidenciales de 2006, el referendo de la reforma constitucional de 2007, los comicios regionales de 2008, el referendo de la enmienda constitucional de 2009, las elecciones parlamentarias de 2010 y las presidenciales de 2012.

Pese a que ganaron el referendo de 2007 y obtuvieron un avance notable en las legislativas de 2010, nunca cesó la campaña mediática contra el CNE y el sistema automatizado. Tampoco dejaron nunca de enarbolar la matriz del fraude.

Adicionalmente, se afincaron en el ataque personal como arma contra los directivos del Poder Electoral, llegando hasta límites realmente despiadados, como los de las burlas referidas a la gravísima enfermedad que enfrentó la rectora Tibisay Lucena.

 

La intervención extranjera como ideal

Las sobrevenidas elecciones de abril de 2013 marcan otro hito importante. Pese a haber participado y mejorado su desempeño respecto a octubre de 2012, Capriles Radonski recurrió una vez más a la desprestigiada maniobra de cantar fraude y solicitar el reconteo del 100 % de los votos, pronunciando un infeliz discurso que generó protestas violentas con 13 personas fallecidas.

Desde ese momento, la oposición ha oscilado entre participar en las elecciones y boicotearlas, una vez más con el supuesto objetivo de deslegitimar las consultas y sus resultados. Esto ha sido así a pesar de que en 2015 lograron la más contundente victoria que hayan podido cosechar desde  1998, al obtener amplia mayoría en la Asamblea Nacional electa en 2015.

Con sus movimientos pendulares entre postular candidatos o no hacerlo, no han conseguido su propósito de derrocar al gobierno de Nicolás Maduro, sino que han perdido espacios de poder importantes.

Ante el fracaso de esas tentativas, otra de las estrategias ha sido la de procurar que el país ceda su soberanía en el ámbito electoral y permita que los procesos de consulta popular sean dirigidos o validados por fuerzas externas, es decir, por otros países, organismos internacionales marcadamente hostiles a la revolución venezolana o las consabidas ONG.

Esta pretensión está implícita en las prédicas habituales de EE. UU., la Unión Europea y el Grupo de Lima, sobre la necesidad que las elecciones sean “libres, justas, creíbles y de acuerdo a los estándares internacionales”.

De no ser un asunto tan serio, parecería un chiste, pues varios de los países que se arrogan el derecho a ser validadores de los resultados electorales venezolanos tienen sistemas políticos y electorales que son verdaderas vergüenzas en pleno siglo XXI.

En esas naciones hay elecciones presidenciales de segundo grado; o son monarquías parlamentarias en las que el Presidente o el primer ministro es seleccionado mediante arreglos entre cúpulas; o tienen sistemas de voto manual con irregularidades flagrantes y marcada influencia de grupos delictivos en el financiamiento de las campañas; o tardan días, semanas o meses en dar el resultado final de una votación.

El propósito de desconocer al Poder Electoral e imponer uno desde afuera, que sea del gusto del capitalismo hegemónico global, se puso en evidencia en 2019, cuando el presidente de EE. UU., Donald Trump, decidió que el Presidente de Venezuela era Juan Guaidó y no Nicolás Maduro, postura en la que fue obsecuentemente secundado por más de 50 otros gobiernos.

Argumentos leguleyescos y campañas mediáticas pretendían así establecer que en casos como el de Venezuela, es “la comunidad internacional” la que debe elegir al jefe de Estado, no su población.

También en 2019 se observaron los efectos viles de ese enfoque neocolonialista en otros países con gobiernos de izquierda, cuando la Organización de Estados Americanos hizo implotar la democracia de Bolivia para desconocer una clara victoria electoral de Evo Morales e imponer una caricaturesca dictadura. En el presente, dicha visión está tratando de imponerse en el caso de Nicaragua.

 

La encrucijada del 21-N

A las elecciones del pasado domingo en Venezuela las rondó este fantasma del injerencismo extranjero, pues el canciller de la Unión Europea, el súbdito español Josep Borrell, ha declarado que será la Misión de Observación Electoral de este ente la que dirá la última palabra sobre si las elecciones son legítimas o no, una afirmación absolutamente irrespetuosa de la que nunca se ha retractado personalmente (debe quedar constancia de ello) ni siquiera en los ambiguos términos típicos de la diplomacia global.

El 21-N y estos días sucesivos serán un trayecto crucial en este empeño de las viejas élites (que son viejas aunque tengan caras nuevas) por recuperar el control que alguna vez tuvieron del poder electoral en Venezuela. Ya lo han intentado de muchas maneras, con nulos resultados, pero es de suponer que lo seguirán haciendo.

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