No sabe si ganó pero pagó lo que tenía que pagar

VEA / Ildegar Gil

Como es habitual cada 30 días, este fin de semana Eleazar caminó hasta el puesto del vendedor de carne. Mes a mes compra allí el combo de cinco (5) rubros que no variaría este sábado 26 de octubre, al menos en su contenido.

A decir verdad, Eleazar era (sí: era) cliente fijo en ese punto luego de que la crisis creada por el Decreto Ejecutivo de Barack Obama lo obligara, a partir del año 2015, a sumar, restar, multiplicar y dividir para medio estirar los cobres. Percatarse de que la diferencia entre los precios «de la calle» dejaban una diferencia -aunque mínima- a su favor, y no comprar más en «las pesas» del Mercado Municipal de San Martín, fueron una misma cosa. «Al tiempo que medio ahorro algo comprando más barato, ayudo a este pana que no me saca los ojos con la carne molida, la de guisar, mechar, el bisteck y las costillas», se le escuchó varias veces, muy orgulloso de su perenne y lógico razonamiento aritmético.

No obstante, admite que en esta ocasión decidió dejar de lado la confianza en «el puesto de afuera». Lo que el presidente, Nicolás Maduro, llama la guerrilla con la estratoférica escalada del dólar, lo obligó a retornar nueve (9) años en el tiempo. ¡Claro que husmeó en su tarantín preferido! pero, en lugar de anclarse allí como acostumbraba, un resorte en su ya atenta agudeza de comensal, lo lanzó puertas adentro en busca de los concesionarios legalmente establecidos. La causa de esta decisión, estuvo en el diálogo siguiente:

Mi pana, ¿a cómo tienes el combo de siempre?– preguntó.

-Pa’ tí, en 33- respondió el sonriente y seguro ofertante.

-¿33 multiplicado por cuanto?– replicó, Eleazar.

-Por 48, bro, dijo el carnicero ambulante.

-Sácame la cuenta ahí- pidió.

-1548 bolívares- respondió el vendedor, segundos después de haber tecleado sobre la grasienta calculadora tipo mostrador que fielmente siempre le acompaña cual arma de reglamento.

-Ya vengo. Voy a tomarme un café– dijo, casi que borracho de asombro, un Eleazar que minutos antes se había paseado por la cuenta que en Instagram tiene el Banco Central de Venezuela. «Coño, si pal lunes la divisa está en 41 bolívares, ¿por qué este carajo me la quiere clavar en 48?», cuestionaba de la tráquea hacia adentro. «Es mucha la diferencia!», concluyó en medio de su ya desorbitada existencia para hacer lo que casi una década antes hubiese sido imposible: curucutear el costo del combo que buscaba, ¡dentro del mercado al que tenía tiempo sin ver el cartelito con los diferentes PVP!

En efecto, ingresó. El pasillo con los diferentes expendios, le hacía recordar las mangas por las que transita el ganado antes de recibir en la cabeza el golpe final. Sentía que de un momento a otro le clavarían 1, 2, mil ganchos desangrantes en la garganta.

Casi llora cuando los fulanos carteles con los precios lo obligaron a aterrizar nuevamente. ¡»Cuarenta y cinco dólares en este sitio y cuarenta acá. Y yo quejándome porque allá afuera me pedían 33″, se autoflagelaba.

Una bocanada de curiosidad lo salvó de caer largo a largo. Más resignado que otra cosa, lanzó al viejo despachador la misma interrogante que le sacudía el alma:

-Compa, ¿40 multiplicado por cuanto?

La respuesta, muy obviamente, no era la esperada luego de tantos taparazos juntos en su contra. Escuchar que le cobraría la divisa de acuerdo a la tasa B.C.V. le parecía hasta una burla.

-¿Por cuánto?- recalcó, temeroso de ser objeto de burla.

-Por 40 bolívares-, enfatizó el interrogado, despertando en el tercio un tembloroso cálculo a vuelo de pájaro.

Ahora sí: todo lo veía más claro. Si más allá de los muros del mercado iba a pagar 1584 bolívares con un dólar alterado, ¿no resultaba mejor pagar 16 bolívares más dentro de los cánones oficiales de la moneda extrajera, por la misma cantidad de los productos que necesitaba?

-¿Y si el pesero me está jodiendo y en lugar de un kilo de carne, realmente me está dando 800 o 900 gramos porque trampeó la balanza digital?– volvió a cuestionar dentro de aquel interminable laberinto de angustias.

Con una gruesa bolsa marrón dentro de la cual estaban cinco (5) kilos de animal tasajeado, guindando de una de sus manos, abandonó la vieja estructura comercial municipal. Contó que aunque nunca se sintió del todo victorioso «porque en esta guerra los que siempre perdemos somos los pendejos», sentía un airecito, el mismo que se hereda al no haber cedido a las pretensiones de quien pretendió violar su ya paupérrimo presupuesto familiar.

-Hice como dice el gobierno. Pagué lo caro que tenía que pagar y no más– murmullaba entre vecinos.

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