Organizar la indignación
El interlocutor directo de este paro nacional no debería ser solamente el Estado.
Cristian Palma
Universidad Nacional de Colombia
Desde el año 2019, en Colombia se ha agudizado la deuda pública y el déficit fiscal, además de los escándalos de corrupción en que se han visto involucrados funcionarios del gobierno, lo cual ha profundizado una inequidad estructural donde unos sectores económicos son beneficiarios directos de los fondos del Estado, haciéndose más poderosos, mientras la economía en general y la calidad de vida de la mayoría de la población colombiana va en deterioro. En ese contexto, amplios sectores de la clase media pasaron a ser parte de la población en condición de pobreza y la pobreza pasó a extrema pobreza; no es extraño entonces que la noticia de una nueva reforma tributaria que para evitar tocar los márgenes de economía del sector financiero y de las élites parasitarias del Estado (congresistas, carteles de contratistas, partidos políticos y una burocracia excesiva) descarga la responsabilidad por solucionar el hueco fiscal en las cargas impositivas de las clases medias y sectores en condición de pobreza, haya generado un estallido social que aglutinó a las clases medias y sectores populares en un mismo sentimiento de indignación y de rabia contra las élites gobernantes. Es importante tener en cuenta que este movimiento no nació con la reforma tributaria: El paro nacional de 2021 es la continuación del paro nacional de 2019, cuando fuimos partícipes de una ola de indignación de la sociedad colombiana en su conjunto frente a las políticas erráticas que ya venía implementando el gobierno de Iván Duque, cuyos efectos ya se sentían en amplios sectores de la sociedad: Una política de seguridad basada en la estigmatización y exterminio de las disidencias políticas, el sabotaje institucionalizado a los acuerdos de paz, junto con una política de privatización de las instituciones públicas, la defensa a ultranza por parte del gobierno de sus funcionarios incriminados en escándalos de corrupción y de violaciones de derechos humanos, como el fiscal Néstor Humberto Martínez , el ministro de Hacienda Tomás Carrasquilla (el mismo que propuso la reforma tributaria) y el Ministro de Defensa de la época.
Todo esto prendió la indignación en un movimiento social que se viene fortaleciendo en los últimos años, gracias a las posibilidades de apertura política que generó la discusión sobre el proceso de paz. Este movimiento social ha aprendido con los años a ser cada vez más incluyente, más creativo, con mayor fuerza de convocatoria, un movimiento social que ha logrado vencer el miedo a manifestarse, romper con los mecanismos tradicionales de representación política, posibilitando la emergencia de nuevas ciudadanías. Es un movimiento diverso, con participación del movimiento universitario, el CRIC, la Minga Indígena, las organizaciones de derechos humanos, las organizaciones afrocolombianas como el CNOA, el sindicalismo, las organizaciones juveniles barriales, organizaciones feministas y LGTBI, entre muchos otros. Es un movimiento social que se ha sabido ganar el reconocimiento y el apoyo de la opinión pública a pesar de las estrategias del gobierno por deslegitimar la protesta social y criminalizarla. Fue este movimiento el protagonista del año 2019, que logró hacer recular al gobierno en sus iniciativas, por lo cual este último trató de desmovilizarlo con la proposición de un ficticio diálogo nacional que nunca ocurrió, pero que le sirvió para sostener su máscara de gobierno democrático.
Sin embargo, el año 2020, la pandemia, fue la oportunidad para que el gobierno comenzara a mostrar su cara más autoritaria y demagógica, imponiendo por decreto toda clase de medidas antipopulares, mostrándolas como políticas de solidaridad con los sectores vulnerables. Fue el año en que las élites parasitarias del gobierno lograron mejores utilidades, en que los actores paramilitares en las regiones impusieron su control con base en masacres y desplazamientos, cuando el propio dinero destinado a la ayuda humanitaria fue objeto de corrupción, un año de mucho dolor para la población colombiana. El asesinato de Javier Ordóñez en septiembre, junto a trece jóvenes más el día siguiente, generaron una ola de rabia e indignación que sumió a Bogotá y a otras ciudades en jornadas de caos e ira popular, que fueron aplacadas por la brutalidad de la fuerza pública.
Es así como llegamos a 2021, con un panorama económico desolador para amplios sectores de la población, un conteo diario de masacres y asesinatos de líderes sociales y desmovilizados, además de jóvenes y niños; una situación de inseguridad social gobernada por las bandas criminales y actores armados y la conciencia del robo de las arcas públicas por parte de los funcionarios de gobierno, mientras aparentan mantener una apariencia de normalidad democrática. No es extraño entonces que la indignación y la ira popular converjan ante el llamado a derogar una reforma lesiva y que aun cuando se logró su retiro, continúe la movilización y la indignación ante el nuevo paquete de reformas a la salud, las pensiones y a lo laboral. Eso se explica porque la protesta no es por una política sino por un estado de cosas, una forma de gobierno corrupta y criminal que se ha hecho insostenible para la mayor parte de la sociedad colombiana. La complejidad de este contexto que articula la movilización pacífica ciudadana por demandas concretas y el desborde de la ira de sectores populares se traduce en daños a la propiedad privada, bloqueo de vías y de servicios esenciales, ataques a la fuerza pública y saqueos, demandas del movimiento social, nuevos retos.
Este movimiento popular al que le ha costado articularse, superar las formas tradicionales de representación política y que aún no puede converger en una plataforma o un pacto político entre los sectores de izquierda y de centro, se enfrenta a la necesidad de proyectar su continuación como un movimiento que pueda devenir en una transformación política real y permanente. Son innegables los logros del movimiento social: Ha ganado representación y legitimidad ante la opinión pública nacional e internacional, cuando antes solo recibía estigmatización y criminalización; ha logrado convocar expresiones masivas de la sociedad de maneras pacíficas y creativas que han expresado su fuerza contundente frente a las fuerzas que quieren acabarlo, y ha articulado organizaciones muy diversas y con fines diferentes en plataformas políticas en común, como ocurrió en este paro nacional. ¿Podría ser el momento para pasar a otras formas de acción?, ¿podría pasarse del espontaneísmo que nos caracteriza para generar centros de organización y de dirección que orienten hacia los cambios reales que queremos lograr, por otras vías, además de las formas tradicionales de representación como la representación parlamentaria y sindical? Podría haber otras formas de participación democrática en asambleas populares comunitarias, escuelas de formación política, organizaciones que construyan a través de acciones educativas, políticas, económicas, acciones que impacten en los territorios y que se articulen con unos objetivos estratégicos.
Quizás el movimiento civil, espontáneo, de centro, con un discurso de pacifismo, corrección política y democracia liberal, socialdemócrata y reformista se ha agotado, y ahora es necesario fortalecer desde múltiples organizaciones una opción política radical de izquierda que pueda, ante la pérdida de legitimidad de las instituciones tradicionales de representación, ante la crisis de la democracia representativa, afrontar en situaciones de movilización social demandas específicas como garantizar la protección de los manifestantes y de la población civil en general, evitar la infiltración del movimiento por actores criminales con otros objetivos (incluido la fuerza pública) que desvíen las manifestaciones hacia expresiones de violencia y confrontación que no corresponden a los objetivos de la movilización, garantizar en situaciones de anormalidad el abastecimiento de alimentos y el funcionamiento del sector salud, mantener la interlocución con medios de comunicación oficiales y alternativos para no perder la legitimidad ante la opinión pública; en suma, múltiples acciones para construir democracia y legitimidad a través de acciones directas con la participación de la sociedad.
El interlocutor directo de este paro nacional no debería ser solamente el Estado; tampoco se puede agotar la representación del movimiento social en el pliego de peticiones del comité del paro que negocia con el gobierno las condiciones para implementar las reformas que se requieren, por más representativo que pretenda ser este pliego. Al día de hoy, a un mes de iniciado el paro, el conflicto es distinto del que inició, por lo tanto son otras las condiciones en las que se debe interactuar. En este mes hemos podido observar la capacidad organizativa de organizaciones emergentes como la Primera Línea, compuesta por jóvenes y madres de los sectores populares, los excluidos del sistema quienes revindican para todos desde la entrañas de su resistencia, una vida digna de ser vivida en esta sociedad; también hemos visto la actuación de la Minga Indígena como garante de protección y organización para la movilización social. Hemos visto el despliegue de las fuerzas juveniles del país que reclaman otros espacios constituyentes para el nuevo sujeto político que viene emergiendo a través de los días de resistencia. Hemos visto también la respuesta demoledora del gobierno y sus bases civiles, militares y paramilitares de apoyo; las cifras de desaparición forzada, asesinatos, de abuso sexual y los eventos de masacres en los contextos urbanos que se han incrementado en el paro nacional, son ya conocidas por la sociedad nacional e internacional. Esos acontecimientos nos interpelan profundamente en la responsabilidad para que no se levante el paro hasta que se logren condiciones sociales e institucionales reales para garantizar la verdad sobre la violencia de estos días, así como de reparación individual y colectiva de las víctimas de la violencia, y las garantías efectivas de no repetición; solo así podríamos pagar la deuda con quienes han caído en la masacre que se ha convertido en el paradigma del gobierno para conducir su política hacia el pueblo indignado. También es necesario como garantía fundamental lograr el reconocimiento de las bases populares como actores legítimos de interlocución y su participación.
Frente a esto, las juventudes se están organizando, hay territorios en que se está pasando del espontaneísmo a la organización a través de asambleas populares, como ocurre por ejemplo en Bogotá en el nuevo Portal de la Resistencia y en el Monumento a los Héroes, también en sectores populares de Cali, Medellín y muchas otras ciudades y municipios. Sin embargo, la reacción genocida del gobierno todavía mantiene al movimiento social en el lugar de la defensa y la reacción; es posible seguir tomando conciencia de las tareas de organización para interactuar, no solo con la institucionalidad, cuyos acercamientos al movimiento social oscilan entre el reconocimiento de palabra, la hipocresía y la dilatación de las negociaciones, al tiempo que despliegan su verdadera política, la de la represión y el exterminio del movimiento social; es preciso entonces avanzar hacia el fortalecimiento del movimiento social como unidad articulada para interpelar y atraer a la sociedad civil indecisa, para la construcción de una democracia desde los territorios que garantice su participación.
La sociedad colombiana es una fuente muy diversa y rica en experiencias de organización popular, desde las organizaciones indígenas y afrocolombianas, los movimientos campesinos, las organizaciones barriales, entre muchas otras. Es posible avanzar desde el espontaneísmo y la indignación a la organización de un sujeto político en común que pueda llevar a las nuevas ciudadanías a la construcción y direccionamiento de un nuevo proyecto nacional fundamentado en la justicia social, el bien común y la dignificación de la vida.