Clodovaldo Hernández 

@clodoher

Dicen los voceros políticos y mediáticos de la oposición abstencionista, que el Partido Socialista Unido de Venezuela está llevando a cabo una reforma inconsulta de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia. Lo dicen en tono de denuncia, como si estuviera a punto de ocurrir un golpe de Estado o algo así.

En términos lo más objetivos posibles (a sabiendas de que no hay objetividad en casi nada y mucho menos en estos temas) se puede decir que el PSUV hace esta reforma “porque tiene con qué” –como rezaba uno de sus eslóganes de campaña–, es decir, porque dispones de una amplia mayoría en la Asamblea Nacional, que es el órgano con la atribución de elaborar y reformar leyes. Entonces, esta denuncia es algo parecido a que una parte del cuerpo se quejara porque el estómago está digiriendo comida o el corazón está bombeando sangre.

La oposición abstencionista trata de explicar en qué consiste el acto criminal, pero no lo logra a cabalidad porque sus propias contradicciones les juegan malas pasadas. Unos dicen que los malucos del PSUV reducirán el número de magistrados para controlar más el Poder Judicial, el mismo que, según han denunciado copiosamente durante décadas, ya controlan a sus anchas. ¿Entonces, en qué quedamos: es que hasta ahora no lo controlaban?

Curiosamente, hace algunos años, cuando se amplió el número de jueces del máximo tribunal, la oposición dijo lo mismo: que era una maniobra para controlar mejor el Poder Judicial.

¿Y quién no?

Sea como sea, seguramente tienen razón los opositores en que la reforma busca mayor control, porque desde que se inventó esto de la separación de poderes, uno de los propósitos de los gobiernos (de todo signo, en todo lugar y tiempo) ha sido tratar de dominar la rama judicial o al menos de garantizar que no se volverá en su contra. Es, si a ver vamos, un asunto de supervivencia, pues un Ejecutivo que no ejerza algún tipo de dominio sobre el Judicial es, ni más ni menos, un subgobierno, un rehén no tanto del imperio de la ley (que sería lo ideal), sino del leguleyismo o de, como se dice de un tiempo a esta parte, del lawfare.

Quien quiera desengañarse de las fábulas de “equilibrio de poderes” que supuestamente caracteriza a “las grandes democracias del mundo”, que haga un estudio superficial (con eso bastará) de la forma cómo se designan los jueces de la Suprema Corte de Estados Unidos y otros altos cargos judiciales.

Constatará que cada uno de los impolutos magistrados han sido puestos en sus cargos por los presidentes de turno (unos son de Clinton, otros de Bush, otros de Obama, otros de Trump y ya le tocará a Biden poner los suyos). Es un perfecto dispositivo bipartidista y corporativista mediante el cual el que está en la Casa Blanca, y su respectiva tolda política,  tienen sus manos bien metidas en el Poder Judicial. Así que todo eso de que la sociedad civil debe encontrar y designar a seres intachables y políticamente neutros para que sean los máximos jueces del país es una paja loca que EE. UU. exige a otros, pero que no practica, entre otras razones porque uno seres así –en caso de que existieran– serían un tremendo peligro para el sistema.

Los interesados también pueden averiguar un poco cómo se bate el cobre en los reinos europeos. Les anticipo que en el caso de España (esa monarquía degenerada, tan empeñada en darnos clase de democracia), las argucias, artimañas, trucos y tretas de los dos partidos tradicionales, el PSOE y el PP, dejan al PSUV como un niño de pecho en eso de tener jueces y magistrados prestos a dictar sentencias políticamente sesgadas.

¿Cómo era en otros tiempos?

En tiempos de la Cuarta República, que ahora muchos pretenden idealizar, los capos de Acción Democrática y Copei se repartían los “cambures” de la Corte Suprema de Justicia (y los del resto de la pirámide tribunalicia) cual compinches distribuyéndose un botín: dos para ti, uno para mí… igual como se repartían los puestos del Consejo Supremo Electoral, la Fiscalía, la Contraloría, el Banco Central, el Alto Mando Militar y los votos en las mesas electorales, gracias al sistema manual y el “acta-mata-voto”.

(Si los millennials quieren saber cómo eran esas reparticiones, que pregunten quién fue David Morales Bello y cómo eran entonces las llamadas tribus judiciales. No lo diremos acá porque es un tema en sí mismo).

En los primeros años de la Revolución, el Comandante dejó el asunto del Poder Judicial en manos –nada menos– de un veteranísimo granuja (sirva la elegante palabra en estos primeros días del año) al que creyó su amigo: Luis Miquilena. Y de resultas de semejante ingenuidad, cuando se necesitó un Tribunal Supremo que condenara a los autores de un hecho tan público, notorio y comunicacional como lo fue el golpe de Estado de abril de 2002, le salieron con aquello de que los perpetradores actuaron preñados de buenas intenciones.

Hablando de épocas más recientes y en términos de realpolitik, si el TSJ hubiese tenido algo parecido a una fractura en estos casi nueve años de ausencia de Chávez, hace rato que se habría concretado un derrocamiento estilo Paraguay u Honduras, o una destitución tipo impeachment, como la de Dilma Rousseff. Así que las jugadas del chavismo en ese terreno se han inscrito en la lógica preventiva-defensiva. Y, ante eso, las denuncias opositoras suenan a algo ya muy repetido: el gobierno es perverso porque no se deja tumbar.

Basta rememorar que para el fallido golpe de los plátanos verdes (30 de abril de 2019), los conjurados estaban contando con la deserción de magistrados del TSJ (incluyendo a su presidente, Maikel Moreno), pues era necesario darle un barniz legal al gobierno que iban a instaurar, luego de que el príncipe Leopoldo llegara en hombros del pueblo a Miraflores. No se produjo la infidelidad y el señor López terminó pegando la carrera hacia una embajada.

Y es que la conveniencia de controlar al Poder Judicial es algo que tienen claro hasta los gobiernos peleles, como el que ha respaldado la misma oposición abstencionista partidista y mediática que ahora denuncia la reforma. Por eso pretenden tener su Corte Suprema cortada a la medida para que los ratifique en el poder por tiempo indefinido o, como diría un jurisperito de postín, sine die.

¿Quién los mandó a ceder la AN?

La denuncia de esta rama opositora remite, en última instancia, a la misma discusión que ha carcomido a las oposiciones en estos últimos años: la importancia del voto y la torpeza que ha sido renunciar a la ruta electoral.

Si uno lo analiza con cuidado, los opositores abstencionistas se están quejando porque la Asamblea Nacional, en cuya elección ese bloque se negó a participar,  está haciendo algo para lo que tiene indiscutibles facultades constitucionales.

Llevándolo a una escala comprensible para cualquiera, es como cuando usted no va a las asambleas de la junta de condominio de su edificio o del consejo comunal de su barrio o urbanización y luego se queja por las decisiones que toman los que resultaron electos por los que sí fueron a las asambleas, y pretende que tales disposiciones son nulas. Bueno, así es esta gente, pero en el rango nacional.

Vale acá extrapolar una afirmación que formuló en estos días un narrador-comentarista de televisión en relación al aciago desempeño de los Leones del Caracas: uno no puede jugar mal, apostando a que las cosas van a salir bien. Y lo que es verdad en el beisbol, suele serlo en otros campos de la vida, incluyendo la política: si estos dirigentes decidieron no competir por el Poder Legislativo, ahora tienen que ver, desde las barreras, cómo los contrarios legislan a su antojo, o casi. Esto, por cierto, ya les pasó en la legislatura 2006-2011, luego de que tuvieran la genial idea de abstenerse en bloque en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005, con lo que dejaron al chavismo 100 % de los escaños. Es que no aprenden ni a los tortazos.

Cualquiera podría formular la pregunta: ¿quién los mandó a abstenerse?, que en este caso sería algo más que una interrogante retórica, pues tiene una respuesta unívoca: Estados Unidos fue quien los mandó. Y como los gringos son los que contratan la orquesta (y la pagan, con el dinero venezolano previamente robado), ellos deciden qué música se toca.

Ante esta minusvalía frente a los actos de un poder al que renunciaron (supuestamente para deslegitimarlo), los voceros y analistas opositores abstencionistas se aferran ahora al argumento (o, tal vez, a la esperanza) de que el chavismo al hacer esta reforma estaría contraviniendo los preacuerdos de México y que, por ello, tendrán que dar marcha atrás.

Es simpático, hasta cierto punto, verlos en ese trámite de darle entidad a las conversaciones que el propio EE. UU., es decir, los jefazos, han saboteado y torpedeado sin la menor clemencia. Otra gran contradicción que les arruina sus argumentos.

La verdadera reforma sería…

Al margen de todos estos contrasentidos que derivan en sinsentidos opositores, valga decir -en términos de deseo de año nuevo- que el Poder Judicial sí necesita una profunda reforma porque es terriblemente lento o, mejor dicho, es lento o es rápido según si el acusado es o no titular de algún tipo de privilegio, algo que ya era grave en tiempos de la Cuarta República pero que en la Quinta es sencillamente inadmisible y vergonzoso.

Una verdadera reforma sería la que (más allá de cuántos magistrados tenga el TSJ) generara un sistema judicial mucho más cercano al ideal de la justicia como derecho humano; un sistema que castigara a todos los que cometan delitos y no solo a algunos; un sistema que no castigara a los inocentes y que, en caso de hacerlo por error, supiera disculparse, reparar los daños y reivindicar moralmente a las víctimas.

En fin, no me digan idealista, pues simplemente he escrito esta parte del artículo como si de comer las doce uvas se tratara.

Sobre libertad de expresión 2021

La maquinaria mediática del capitalismo hegemónico, que no descansa ni faltando cinco pa’ las doce del 31 de diciembre, anda, como de costumbre, presentado sus balances del estado de la libertad de expresión en el mundo. En esos “informes” (que deberían llamarse deformes) reseñan con lujo de detalles las supuestas violaciones a la libertad de prensa y al trabajo de los periodistas por parte de los países estigmatizados como dictaduras comunistas, verbigracia Venezuela, Nicaragua y, naturalmente, Cuba. También aparecen los presuntos abusos de las potencias rivales de EE. UU., como Rusia y China, o de países rebeldes como Irán.

En esos informes-deformes poco o nada se dice sobre las muertes de periodistas en Colombia; de las severas restricciones a la cobertura periodística en España (Ley Mordaza, le dicen); y de los asesinatos de comunicadores en las satrapías árabes aliadas de Occidente.

En estas ediciones de 2021, la más incalificable deformidad de esos pseudoinformes es la vista gorda al caso de Julian Assange, el comunicador perseguido durante años por haber revelado crímenes de guerra de EE. UU. y la OTAN.

Por las decisiones tomadas en el año que acaba de concluir, Assange será extraditado a EE. UU. donde enfrenta la pena perpetua en prisión de alta seguridad. Es fácil suponer que quedará silenciado de por vida, si no es que muere prematuramente en algo que parezca un suicidio o un accidente.

No hay un caso más emblemático de persecución al periodismo en los últimos tiempos en el planeta que este de Assange. Pero como los afectados por la difusión de la información que él obtuvo y publicó son los integrantes de las poderosas élites globales,  se observa que los informes-deformes de las ONG y las noticias y análisis de la maquinaria mediática olvidan el tema o directamente, apoyan que a este hombre se le queme en la hoguera del poder hegemónico mundial, como en una inquisición del siglo XXI.

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