Clodovaldo Hernández

@clodoher

Una de las razones por las cuales los opositores se frustran con los resultados, tanto de sus planes A como de sus planes B, es porque se engañan a sí mismos. Obtienen una pequeña victoria coyuntural y táctica y ya creen haber triunfado estructural y estratégicamente.

Se autoengañan y se engañan mutuamente con la convicción de que basta que se cumplan dos o tres metas parciales y ya estarán en el poder, sea por las buenas o por las malas.

Veamos esto poco a poco. En el caso de las opciones violentas, cuando los señores están montando un golpe de Estado (cosa bastante habitual), apenas logran reunirse con dos o tres generales (aunque sean retirados y tengan años sin que nadie se les pare firme), los líderes partidistas y mediáticos se estremecen de la emoción y ya comienzan a hacer planes para el gobierno de facto: dónde vamos a meter a los chavistas antes de darles… bueno, tú sabes qué; quién va a ser el vicepresidente; qué vamos a hacer con las urbanizaciones de la Gran Misión… Y así por el estilo, se desbocan a imaginar que ya todo se ha consumado. [Y también se desbocan a hablar más de la cuenta, pero ese es un tema aparte]. Entonces, mientras están lucubrando cosas, ¡zas!, les abortan la operación y tienen que salir pitando para una embajada o caen presos y automáticamente se les desatan veinticinco enfermedades graves e incurables que tenían latentes, ocultas detrás de una salud perfecta.

Aunque parezca insólito, lo mismo les pasa con los escenarios democráticos, cuando acceden a entrar por los aros del diálogo y la conciliación. Se sientan a negociar, llegan a un acuerdo y, acto seguido, muchos de ellos se convencen a sí mismos de que ya con eso el mandado está hecho. No se dan cuenta de que ese tipo de jugadas políticas constituyen un punto de partida, no de llegada.

Por ejemplo, la parte opositora sensata (o arrepentida de las insensateces, que es algo parecido, pero no lo mismo) acaba de acordar con el gobierno la designación de un nuevo Consejo Nacional Electoral, en el que ocupan dos de cinco puestos, lo cual es un gran avance por donde sea que se le mire. Pero uno se pone a leer algunas opiniones y análisis y entiende que muchos antichavistas (tanto dirigentes como militantes) parecen creer que un CNE más balanceado es suficiente para ganar cualquier elección en el futuro. Ya están, otra vez, haciendo planes y repartiéndose los ministerios.

Y no, no es así. No lo sería ni siquiera si la relación fuese de tres opositores versus dos chavistas. Hasta que no asimilen esto van a ir por la misma senda de siempre, la de la amargura.

Da la impresión de que no comprenden que acordar quiénes serán los jueces electorales marca apenas el principio, y que ahora tienen que hacer el verdadero trabajo político -titánico, qué duda cabe- para organizar una fuerza electoral que sí, está acumulada, pero solo como energía potencial.

Es una situación comparable a la de un equipo deportivo que lleva años negándose a jugar porque no les gustan los árbitros. Un día se dan cuenta de que la única posibilidad de ser campeones es competir, y para hacerlo acceden a negociar sobre el punto conflictivo. Logran meter en el grupo de árbitros a un par de sus amiguetes. Y cuando se anuncia el calendario de la próxima temporada caen en cuenta de que en todo ese tiempo de controversia, y de negarse a jugar, no han ni siquiera entrenado y todos los jugadores están oxidados y obesos, las canchas abandonadas, y los aficionados al equipo hundidos en los pantanos de la apatía.

Entonces, el equipo va a los primeros encuentros del campeonato muy fuera de forma, sin estructura, sin sistemas de juego establecidos, con unos jugadores que ya vieron pasar sus mejores días, otros demasiado novatos, y unos entrenadores, directores técnicos o managers (según de qué deporte estemos hablando) carentes de liderazgo y de ideas.

Y en esos primeros contactos con la realidad competitiva podrán apreciar también que los del otro equipo sí han estado en los campos, sudando camisetas, han hecho trabajo de organización, sus integrantes se han mantenido aglutinados, mal que bien, para enfrentar las constantes acechanzas de los planes B de la misma oposición negada a las pugnas en buena lid.

Entonces, es posible aventurar una conjetura: más pronto que tarde los opositores tendrán que caer en cuenta de que no es razonable esperar que lleguen clamorosos triunfos solo porque ya los árbitros no son la señora Tibi y las chicas superpoderosas, bajo cuyo mandato -por cierto y pese a tanta quejadera- obtuvieron sus grandes victorias nacionales, regionales y locales.

Profundicemos aquí un poco en los autoengaños opositores y en sus principales responsables.

La falacia del «somos mayoría»

La primera falsa premisa es el cuento de la mayoría. Esta certeza es la que vale para dar por descontado el éxito tanto de los planes A como de los B. Consiste en la acendrada creencia de todo opositor (dirigente, militante o simpatizante) de que son una mayoría abrumadora y el chavismo, en cambio, es apenas una pandilla de dirigentes sin ningún respaldo popular.

Es natural que al tener esa seguridad florezca la tesis según la cual es suficiente con cambiar los árbitros para ganar por paliza. Y esa es la misma idea-fuerza que los hizo pensar que el día de los plátanos verdes iban a llegar a Miraflores en hombros del pueblo descamisado de Petare y de Catia.

Los responsables de que esa idea haya echado tan profundas raíces en las masas antirrevolucionarias son varios. A los dirigentes de los partidos no se les puede echar la culpa porque no hay muchos políticos en la bolita del mundo que se reconozcan como minoría. Por eso hay que apuntar más bien a los actores que están llamados a guardar aunque sea una cierta ponderación, entre ellos las encuestadoras y los medios de comunicación. Ambos se han dedicado ya por dos décadas y más a cultivar la tesis de que «la oposición» (así, como entelequia) abarca 80 o 90% de la población. Igualmente han convertido en una de sus irrefutables verdades la inexistencia del chavismo y su percepción como masa amorfa de mantenidos y enchufados, gente despreciable que va a marchas y a votar a cambio de limosnas o bajo un férreo control de comisarios malucos.

Bueno, cada quien tiene derecho a ver al adversario como le parezca conveniente. Pero acá estamos tratando de analizar por qué esa mirada, a fin de cuentas, termina por perjudicar a los opositores.

El punto clave es que, volviendo al símil deportivo, si yo creo que mi equipo es varias veces superior al rival es muy posible que pretenda ganarle sin preparación alguna. De este tipo de experiencias en Venezuela tenemos una ristra, de lado y lado, por si acaso.

La subestimación de la que son objeto ha sido siempre una de las grandes ventajas del chavismo. Eso lo hemos dicho en esta esquina al menos unas cien veces. La ilustrada y culta oposición (en su autoimagen) rara vez anticipa las jugadas políticas de alta factura con las que la Revolución Bolivariana se ha salvado varias veces en situaciones límite. Para no ir demasiado lejos en el tiempo, recordemos la convocatoria de la Constituyente de 2017, que aún hoy tiene a algunos con los ojos claros y sin vista.

 

Caudal de votos es igual a avalancha

La segunda premisa falsa en la que se apoya la oposición muchas veces es la que reza que basta con un gran caudal de votos a favor de un cambio político para ganar unas elecciones. No es cierto, pues se requiere también un proyecto claro y, sobre todo, un liderazgo real, no virtual. Los caudales realengos de votos pueden generar avalanchas electorales y derrotar a las maquinarias, pero deben cumplir ciertos requisitos.

Por ejemplo, Hugo Chávez en 1998, aplastó a las maquinarias unidas de Acción Democrática y Copei, que tenían fama de solo poder vencerse entre sí, pero esa victoria fue el resultado de un largo proceso de acumulación de diferentes crisis: la económica, que venía desde el Viernes Negro de 1983, agravada por el viraje neoliberal de 1989 y por el naufragio de la banca en 1994; la crisis social, emblematizada en el Sacudón de 1989; y la crisis político-militar, cuyo ícono fue el 4 de febrero de 1992, y que se expresó luego en la destitución de Carlos Andrés Pérez y el triunfo de Rafael Caldera, en 1993, en su nuevo rol de candidato fuera del bipartidismo.

Alguien podrá decir que todo eso se equipara a la situación actual, pero aun aceptando esa hipótesis el factor diferenciador no es nada desdeñable: el liderazgo de Chávez se encontraba en etapa de libre combustión y encarnaba la esperanza de millones de personas en un cambio radical. La oposición no tiene hoy -ni ha tenido antes- nadie ni lejanamente parecido.

Otro caso de avalancha electoral fue el de la MUD en las parlamentarias de 2015, cuando los estrategas contrarrevolucionarios lograron un cuasimilagro: unir a todas las fuerzas partidistas y micropartidistas en una alianza y bajo una oferta única muy bien estructurada publicitariamente. No necesitaban un liderazgo individual, sino un slogan (la última cola), pero cuando alcanzaron su cuota de poder (la mayoría de la Asamblea Nacional) todos creyeron que la misión de derrocar a Nicolás Maduro estaba cumplida y allí comenzó un rosario de errores que aún no termina.

El mito del voto castigo

La tercera certidumbre opositora que conduce a constantes frustraciones es que basta con capitalizar el voto castigo y que este siempre es contra el gobierno.

Eso fue lo que hicieron en 2015 y les resultó. A pesar de que la terrible situación que vivía entonces la gente había sido causada, en gran medida, por la inclemente guerra económica desplegada por el sector privado (opositor por antonomasia), la mayoría, efectivamente, castigó al gobierno.

Sin embargo, los errores y los actos abiertamente delictivos que el liderazgo opositor ha cometido desde entonces (guarimbas, intentos de magnicidio, golpe de Estado e invasión, saqueo del patrimonio público, líderes viviendo en exilios dorados) conducen a una situación peculiar, en la que el voto castigo es bidireccional. Seguramente hay muchos electores esperando la oportunidad para fustigar al gobierno, pero también hay legiones aguardando para patear a los opositores.

La confianza dañada

Una última idea errónea que consideraremos hoy es específica del liderazgo opositor. Consiste en creer que sus militantes están a la espera de la postura que asuma la dirigencia para tener o no confianza en el sistema electoral, como si la fe en el voto fuera una prenda de vestir, que puedes o no ponerte.

En realidad, el daño que los conductores de la oposición (casi sin excepción) le han hecho a la confianza en el sufragio es, en algunos casos, irreversible, y en otros, muy difícil de sanar. Han sido demasiados años de campaña incesante contra las autoridades electorales y denunciando falsos fraudes, como para que ahora la gente cambie de actitud solo porque el CNE incorporó a dos rectores nuevos.

Cavilaciones domingueras: surrealismo y realpolitik

La política tiene rasgos surrealistas en todas partes del mundo, incluso en los países a los que no se les atribuye fama de ser así. Por supuesto que por estos parajes nuestros ese surrealismo se intensifica. Por ejemplo, en la designación del nuevo CNE hay detalles que hubiesen quedado muy bien en Macondo, antes de que a Aureliano Buendía lo pusieran frente al pelotón de fusilamiento.

Sin duda, es muy surrealista esto de que Roberto Picón, luego de estar preso, acusado de haber tratado de sabotear un proceso electoral, sea ahora uno de los rectores del CNE, sin que previamente se le haya declarado inocente de ese y otros graves cargos que se le imputaron hace apenas cuatro años.

Según el expediente del caso y la explicación que dio el presidente Maduro sobre su detención en aquel momento, Picón planeaba hackear al CNE para sabotear las elecciones de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente. Estuvo seis meses preso y fue liberado por decisión de la misma Constituyente a la que pretendió boicotear. No está claro si la causa fue sobreseída, si fue beneficiario de un indulto o si se le declaró inocente. Lo que sí se sabe es que la acusación pública no fue nunca retirada ni rectificada. Él salió en libertad por una medida de gracia política.

Sobre el fondo del asunto hay dos posibilidades: la primera es que la acusación fue infundada y a Picón se le debería declarar inocente y hasta presentarle excusas; la segunda, que el hombre, ciertamente, planeaba sabotear una elección, con el agravante de que lo hizo en medio de la crisis política derivada de la ola de violencia guarimbera de aquellos días, en cuyo caso cualquier venezolano (sobre todo si es chavista o independiente) podría preguntarse cómo se permite que un señor tan peligroso como ese sea rector del CNE.

Esta pregunta, por cierto, se la pueden hacer con mucha más justificación los que se postularon para ese cargo teniendo un expediente inmaculado en el que no aparece ni siquiera una detención juvenil por pintar un grafiti, y sin embargo fueron eliminados por las muy exigente y estrictas comisiones parlamentarias. Si alguno de estos aspirantes no admitidos está leyendo esto, les ofrezco una posible respuesta: surrealismo político mezclado con realpolitik.

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