Clodovaldo Hernández

@clodoher

Mi amigo el profesor de Historia ha incursionado en los estudios de las sagradas escrituras y le ha dado por predicar tal como lo hacía Jesús, mediante parábolas.

Me dispuse a escucharlo y me lanzó dos parábolas por el pecho. La primera se refiere al caso del exministro Rafael Ramírez. La tituló: «La parábola del perro muerto que no tiene amo».

Explica el gran docente que en un pueblo bíblico había un perro muy robusto, muy elegante, muy de raza y muy intimidante. Llegó a ser el cancerbero principal de la casa grande del pueblo, así que una parte de la gente le tenía miedo; y otra parte hacía lo posible por ponerse en la buena con el animalón (y con el dueño, claro), llevándole pedazos de carne y esforzándose por hacerle cariño en la barriga, a pesar de que tenía un humor de rottweiler.

Percibiendo el respeto y el miedo que le tenían, Dojo-dojito (así lo llamaremos por esta vez) terminó por convencerse de que él no era el perro, sino el dueño de la casa.

Un día, el perrote amaneció muerto, al parecer como consecuencia de un atragantamiento con un bocado de su propia ambición. Quedó tirado en la calle principal del pueblo y, como es natural en todo cadáver, comenzó a descomponerse y, en consecuencia, a oler feo, muy feo.

Y en verdad os digo que los que habían sido sus amos-amantes ordenaron quitar el cuerpo putrefacto del frente de la casa, por razones estéticas y profilácticas, y echarlo junto a la puerta del vecino más odiado-odioso.

Este, como era de esperarse, puso el grito en el cielo y mandó a sus sirvientes a lanzarlo varios metros más allá, y lo mismo hizo el otro, el otro y el otro. El despojo perruno se convirtió así en un objeto indeseable, del que nadie quería hacerse cargo y todos se peloteaban. Entre los que se esforzaron por librarse del bicho -que ya comenzaba a abombarse- destacaron especialmente los que en vida le llevaban los toletes de carne o le hacían cosquillitas. Sobrecompensación, le dicen a eso los psicólogos. Al final, la peste terminó por calársela la gente del barrio pobre, junto al basurero, porque allí es donde en ese pueblo terminaban lanzando todo lo que ya no sirve, incluyendo los perros de raza.

La moraleja de la parábola, según el profe, es que cuando un perro muerto se empieza a pudrir en la vía pública, los que fueron sus dueños y protectores son los primeros en negar cualquier parentesco o vínculo con el chucho interfecto y hediondo.

Pasan rapidito, con una mueca de asco y tratan de endilgárselo a cualquier desprevenido. Todos dicen: «Qué feo huele ese perro» y nadie se hace responsable. A cualquiera que usted le pregunte, dice: «¿Mío?, ¡Qué va, ese perro era de Fulano, que lo recoja él!».

En fin, valga este inicio parabólico -aunque vivimos en un país antiparabólico-, para decir que, somos muchos los que exigimos que el enorme escándalo de corrupción del exministro y expresidente de Petróleos de Venezuela sea considerado no como un caso individual de maluca perversión, sino como un complejo entramado en el que mucha gente pecó por acción o por omisión. O sea, que quienes fueron dueños del perro vivo se hagan cargo de su perro muerto.

Tengamos en cuenta que este personaje pasó más de diez años en cargos de altísimo nivel y nadie se atrevió a procesar las denuncias sobre los casos por los que ahora se le sigue juicio, que datan tanto de la primera década del siglo como de la segunda. No se actuó con la debida diligencia para averiguar si los señalamientos tenían alguna base. Privó la solidaridad automática de muchos que ahora –cuando Ramírez podría ser extraditado de su clamoroso exilio italiano- se erigen en sus jueces y verdugos. ¡Qué parábolas!

 

La parábola de la alcabala a la crítica
La segunda parábola del profe se titula: “Parábola de la alcabala a la crítica endógena”.

Cuenta la historia de un jefe que estaba rodeado de unos colaboradores tan abnegados que trataban por todos los medios de evitarle disgustos, en especial los que traen consigo los aspectos más desagradables de la realidad. Para ello ponían numerosas alcabalas del pensamiento y peajes antidenuncia que afectaban sobre todo a los subalternos y simpatizantes del jefe.

Entonces, sucedía que el jefe solo tenía contacto pleno con la situación anómala cuando se topaba por ahí con un pérfido vocero de la competencia o con alguien que lograba, por astucia o pura suerte, burlar la vigilancia de los gendarmes.  En esos casos, el jefe formaba tremendos líos y mandaba a arreglar lo que estaba funcionando mal.

El profesor de Historia la aplica al presidente Maduro. Dice que si quedó tan sorprendido por la denuncia del diputado opositor José Gregorio Correa acerca de la proliferación de alcabalas militares y policiales, es porque algo está muy obstruido en el flujo de información hacia los más altos niveles del gobierno.
“Sería bueno, entonces, comenzar por reconocer esa falla estructural –recomienda–. Las primeras alcabalas que deberían eliminarse son las que se le ponen a la crítica endógena”.
Su razonamiento al respecto es convincente. Dice que lleva años oyendo y leyendo esa misma denuncia en medios alternativos y redes sociales, formulada por camaradas, combatientes y compañeros de lucha, sobre todo campesinos, transportistas y pequeños comerciantes sometidos a la matraca más repetida, reincidente, contumaz y descarada que se haya visto. Nadie les ha hecho caso. Y algunos han terminado despedidos, sometidos a juicio, puestos presos o calificados de infiltrados y quintacolumnas.
“¿Por qué tuvo que ser un parlamentario escuálido el que le hiciera ver esto a Nicolás?”, se pregunta el gran docente, y pide dejar constancia de que no es que le den celos ni que le tenga envidia al diputado opositor, sino que le indigna pensar cuántos revolucionarios se han desgañitado lanzando alertas similares, sin efecto alguno.

Ciertamente es preocupante constatar que no le llegan al Presidente las denuncias del pueblo en general y específicamente las del pueblo revolucionario, o que le llegan, él coge una rabieta, da órdenes,  exige informes, y después no pasa nada, todo sigue igual. Pero, más grave aún es que sea necesario que todo, absolutamente todo, pase por el escritorio o el teléfono del Presidente para que pueda empezar –si acaso– a resolverse.

El profesor, como todo docente de estos tiempos, ha tenido que incursionar en múltiples oficios para sobrevivir (labriego, albañil, taxista, buhonero, mensajero delivery) y por eso conoce las mil y una fórmulas de la alcabala a la que se enfrenta cualquier hijo de vecina actualmente.

«Si el presidente Maduro quiere saber, yo le hago mi aporte. Está la clásica, donde te piden los papeles tuyos y los del carro y te rebuscan hasta el mínimo detalle para luego abrir el camino a un arreglo amistoso; están los que te tumban cualquier mercancía que lleves o una parte de tu compra de alimentos, si vienes del mercado; están los que, de buena nota y todo, te piden «una colaboración» y hasta están los que cobran una modalidad de vacuna, pues se suben a un autobús y dicen: ‘Señores pasajeros, si nos dan un dólar por cabeza, no revisamos nada y pueden seguir su camino de inmediato’. La misma tarifa plana la estaban cobrando los policías para dejar entrar al Ferro de los Valles del Tuy sin ser de los sectores priorizados en semanas radicales. Y lo peor es que ya todo se ha vuelto normal, nadie se escandaliza», dice mi amigo.

La moraleja es otro juego de palabras: “Hay que quitar las alcabalas de la denuncia interna y pararle bolas a las parábolas de los chavistas”.

 

Otras reflexiones
Del Ciudadano Kane del siglo XIX a las fake news del XXI
. Cuba ha sido siempre un foco apetecido por los fabricantes de fake news, incluso cuando faltaba más de un siglo para que las noticias inventadas empezaran a llamarse así. En 1898, el editor estadounidense William Randolph Hearst envió a Cuba a uno de sus ilustradores estelares, Frederic Remington, para que reflejara los desmanes que estaban supuestamente cometiendo los españoles en la guerra con Estados Unidos.

En esos tiempos, los periódicos eran los grandes medios de comunicación de masas y los dibujantes cumplían la función de recrear las imágenes, pues la fotografía aún estaba en niveles incipientes de desarrollo. La feroz competencia entre los ilustradores fue, según los historiadores, el origen de la categoría “prensa amarilla”, basado en un personaje llamado Yellow Kid (el Niño Amarillo).

Pues bien, Remington se dio vueltas y vueltas por La Habana y no encontró nada. Telegrafió a su jefe y le contó que no había guerra alguna. Hearst (el amo de medios llevado luego al cine por  Orson Welles en su film Ciudadano Kane) le respondió: “Ponga usted los dibujos que yo pongo la guerra”.

Han pasado 125 años de aquella barbaridad, el mundo ha logrado innumerables avances en todos los sentidos. En el campo comunicacional surgieron, en sucesión, la radio, la televisión, los medios digitales y las redes sociales. Pero todo indica que desde el punto de vista ético, seguimos tan atrasados como cuando Hearst y Joseph Pulitzer se disputaban la preferencia del público a punta de cobas y así servían a los intereses del naciente imperio estadounidense.

En la última semana, medios grandes, medianos y pequeños de todo el planeta, en su mayoría propiedad del complejo industrial-militar-financiero del capitalismo -o subvencionados por ese poder fáctico- han hecho exactamente lo mismo que Hearst. Les dijeron a sus periodistas, articulistas, fotógrafos, camarógrafos, ilustradores, influencers y demás especímenes del quehacer mediático: Pongan ustedes las noticias falsas, los análisis apocalípticos, las fotos y videos trucados o tomados en otros países, las caricaturas manipuladoras, los memes, etcétera, que nosotros montamos la revolución de colores. ¡Cosa más grande!

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