Clodovaldo Hernández

Cada vez que aparece una noticia de manifestantes europeos alzándose en contra del neoliberalismo que ya hizo pedazos su legendario estado de bienestar, hay que pensar en lo atrasados que están esos pueblos del Viejo Continente, habitantes del jardín borreliano, con respecto a los países latinoamericanos.

Con una cierta dosis de fanatismo nacionalista, podemos incluso decir que lo que ahora vemos en Francia e Inglaterra son versiones del Sacudón venezolano, ocurrido hace ya 34 años.

[Algunos dirán, con sus razones, que uno se empeña en glorificar un acontecimiento violento. Pero lo que cabe destacar es la reacción colectiva contra una política antipopular, la superación de la pasividad de las masas, que el sistema de entonces aplacó (como siempre lo ha hecho, lo está haciendo hoy en Europa y lo hará en cualquier lugar y circunstancia) a sangre y fuego. Pero esa es otra arista del tema].

Si se analiza el fondo del asunto, se trata de lo mismo: Las masas que confiaron en que el mundo era viable mediante un pacto entre clases sociales, usando para ello las recetas moderadas de la socialdemocracia, el socialcristianismo y el “eurosocialismo” (así, obligatoriamente entrecomillado), ven de pronto con claridad que las oligarquías y las grandes corporaciones han decidido jartarse (con jota, para que suene más real) sin dejar caer de la mesa ni siquiera las migajas que antes repartían entre los trabajadores y excluidos.

La diferencia temporal es notoria. Los venezolanos se dieron cuenta en 1989, cuando, luego de votar por Carlos Andrés Pérez, entendieron que el otrora líder de la Venezuela saudita ya no iba a hacer ningún esfuerzo por entregar ni siquiera una pequeña porción de la riqueza nacional a la mayoría que lo llevó al poder, sino que se la daría toda a los más ricos (extranjeros y algunos compinches nacionales) y dejaría en la voluntad de ellos el “permear” una gotas hacia los pobres, algo que esa clase social no haría porque no es su naturaleza, nunca la ha sido ni la será.

En aquel entonces se usó como argumento que no había nada qué distribuir, que ya no era posible mantener un gasto público alto (es decir, la inversión en salud, educación, cultura, vivienda, deportes y otras necesidades de la población) y que pretender volver a ese tiempo era cosa de “populistas” cavernícolas.

Fue, sin duda, una argumentación cínica, pues la enarbolaron justamente quienes habían llevado al país a la ruina financiera, dilapidando la bonanza petrolera de los 70 e inicio de los 80 y, adicionalmente, adquiriendo una enorme e inútil deuda pública y asumiendo también la responsabilidad de la deuda privada. Estos factores, sin duda, atizaron los fuegos que ardieron en febrero de 1989, apenas 25 días después de la pomposa “coronación” de CAP.

Los pueblos europeos están comprendiendo esto tres décadas después, seguramente porque tardaron más tiempo en perder sus modestos privilegios que, por cierto, no es que fueran concesiones graciosas de sus burguesías depredadoras, sino que habían costado sangre, sudor y lágrimas, grandes luchas sindicales y persecuciones políticas y guerras desde la primera Revolución Industrial y durante buena parte del siglo XX. Se tragaron el cuento (reflejado ahora en el tardío símil de Borrell) de que Europa era el lugar más civilizado del planeta.

Durante los años que han corrido desde la reunificación alemana y la desintegración de la Unión Soviética hasta estos días, los trabajadores europeos han ido perdiendo sus reivindicaciones sociales. Estabilidad laboral, buenos salarios, tiempo libre, acceso a la salud, a la educación y la vivienda se han ido convirtiendo, cada día más, en prerrogativas de pequeñas castas (gerentes de las corporaciones, tecnócratas y algunos funcionarios). La realidad generalizada de hoy son los empleos precarios y mal remunerados, la autoexplotación (llamada emprendimiento), la obligación de redoblarse para completar los gastos básicos, la salud privatizada, una educación excluyente y desalojos violentos de residencias compradas o alquiladas, incluso en el caso de personas de la tercera edad o enfermas.

Ahora, en Francia, la insaciable codicia corporativa va por las jubilaciones y pensiones de quienes han pasado sus vidas laborando, creando riqueza para los más ricos y cotizando a la seguridad social. Y en Reino Unido, los sindicatos han retomado ese rol que han perdido en casi todo el mundo, para reclamar ante la caída del nivel de vida de sus afiliados.

En suma, cuando cesó el riesgo de que los pueblos europeos occidentales fueran contagiados por el socialismo del otro lado de la metafórica “cortina de hierro”, las élites económicas del Viejo Continente y sus operadores políticos decidieron –igual que en la Venezuela de finales de los 80– que había llegado la hora de dejar de proveer bienestar a las masas, porque eso era cosa de populistas y solo se justificaba como mecanismo para demostrar que el capitalismo era mejor sistema que el comunismo. En ausencia del modelo alternativo, ya era innecesario demostrar nada.

La involución neoliberal
Grandes intelectuales que analizaron la historia política venezolana de la centuria anterior, caracterizaron lo aplicado a partir de 1958 como un modelo político populista de conciliación de élites. Es decir, que las cúpulas de los factores de poder –burguesía, partidos hegemónicos, sindicatos, iglesia, militares– se sentaron a ponerse de acuerdo para manejar el país de tal modo que todos vieran satisfechos sus propios intereses, siempre dentro de un marco en el que el gran actor de reparto era el pueblo (de allí la pertinencia de la palabra despectiva populismo). Por supuesto, que esos pactos eran refrendados por Estados Unidos, en cuanto potencia imperial de este lado del mundo y gran beneficiario de nuestra “democracia ejemplar”.

Pues bien, a partir de la década de los 80, cuando ya el modelo tenía 30 años en vigor, unos genios formados en las escuelas globales del neoliberalismo (y al servicio de esta modalidad de dominación) pensaron que era posible mantener el pacto de élites y el reparto de la riqueza nacional, pero prescindiendo por completo del actor de reparto: Una democracia sin pueblo.

Para lograr esa especie de gran contrasentido contaban con el liderazgo de Pérez, quien se veía a sí mismo como el único sujeto capaz de establecer el reino neoliberal sin derramar sangre. Lo decía así porque antes lo había hecho nada menos que el genocida Augusto Pinochet, en Chile, ya sabemos por cuáles métodos.

No salió la jugada como lo esperaban Pérez y sus geniales ministros y asesores. La respuesta del actor de reparto fue volverse protagonista durante unas horas, de la única forma en que eso era posible: Un intento de magnitud inédita de expropiar de facto esa riqueza que las élites querían tener de manera ya exclusiva.

Sorprendidas por la reacción, las élites sofocaron la rebelión con una matanza y utilizando sus poderosos aparatos ideológicos para criminalizar la protesta y justificar la represión.

Aplastada esa revuelta, el pueblo venezolano se mantuvo en pie de lucha a pesar del estrés postraumático de la masacre. Tres años después, canalizó su energía a través de los militares alzados del 4 de febrero, y en 1998 dio el gran golpe electoral. Desde entonces ha quedado al descubierto en Venezuela el conflicto real que en otras sociedades es encubierto: La brutal y sin cuartel lucha de clases.

Otros países latinoamericanos, a lo largo de este período se han sumado a la reacción antineoliberal, ya sea con giros electorales o con rebeliones contra gobiernos derechistas que han aplicado las recetas fondomonetaristas. Durante los últimos años hemos visto ese tipo de protestas y sus respectivas respuestas violentas, en Chile, Ecuador, Perú, Colombia y durante el oscuro paréntesis dictatorial de Bolivia.

En todos  los países latinoamericanos existe al menos una parte importante de la población que ha entendido que la ruta neoliberal solo conduce a una plutocracia autoritaria con desigualdades sociales cada vez mayores.

Ahora, esa misma conciencia parece estar germinando en la adormecida Europa, ante la evidencia de que el jardín de Borrell está muy lejos de ser para todos los europeos. Es, cada vez más, un club exclusivo para ricachones, atendido por trabajadores en condición de semiesclavitud. Muchos de ellos son migrantes que han logrado saltarse la barda del vergel en cuestión, pero la mayoría son europeos pobres o de la clase media venida a menos.

Eso, entre otras razones, explica por qué arden París y Londres, 34 años después que Caracas.

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