Ildegar Gil

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@ildegargil

Desde hace años, muchos años, considero que el beisbol debe sufrir cambios en lo que a sus reglas concierne. Tal presunción está dirigida al beisbol como deporte practicado a escala global y no –como pudiera suponerse-, solo al que desplegamos en Venezuela. A mi juicio, ello elevaría su nivel al de disciplinas competitivas que en la materia señalada (las reglas) son más exigentes y, por ende, más disciplinadas y posiblemente con brillo particular.

Los deplorables hechos del pasado sábado19 de noviembre, entre Leones del Caracas y Navegantes del Magallanes (en Valencia) y Tiburones de La Guaira y Caribes de Anzoátegui (en Puerto La Cruz), reaniman aquella vieja idea. Si bien es cierto que en nada influirá para generar reacción entre quienes tienen potestad para impulsar cambios, servirán al menos –además de desahogo personal- para sumarme a las angustias colectivas que sobre este mismo asunto inquietan a aficionados y aficionadas de los 8 equipos nacionales.

Tal vez, en otra ocasión, comparta detalles sobre la singularidad de aspectos a cambiar, según mi percepción. Esta vez, de forma precisa, abordo el relacionado con el que movió las preocupaciones generales el sábado: la violencia dentro de los campos para “jugar” pelota, tristemente protagonizada nada más y nada menos que por los peloteros.

Sobre este asunto, la deuda hacia el beisbol y para con quienes le seguimos desde cualquiera de sus ángulos, es de vieja data. Como reza el buen criollo: se ha dejado correr la arruga, tal y como lo evidencia la historia de la impunidad. Sí: impunidad sobre episodios que han estado al borde de ser sangrientos. Quienes torneo tras torneo siguen este espectáculo rentado, saben a qué me refiero. Quienes no estén familiarizados con el tema, pueden apoyarse en los videos que colocamos al final de este escrito.

Sinceramente no creo que las expulsiones, multas y suspensiones, sean suficientes para limitar conductas reñidas con los sanos valores que deben prevalecer en este bellísimo deporte. De ser así, los diablos no se desatarían con la facilidad que lo hacen para dictar cátedra sobre salvajismo envuelto y escudado en respetables uniformes, colores y nombres de clubes.

¿Cómo explicamos a nuestros hijos e hijas que esas sampableras son “normales”? ¿cómo les decimos que quienes están sobre el diamante peloteril, tienen derecho a violar las reglas sin que tal actitud sea castigada o, en el mejor de los casos, tímida y tibiamente sancionadas? ¿o que no deben hacer, lo que ven que sí hacen unos señores cuyos nombres -en numerosas ocasiones- ocupan enormes espacios en prestigiosos medios de comunicación? ¿cómo traducirles que alguien que es “profesional”, se reserva el “derecho” de desafiar a la autoridad del evento delante del mundo entero, gestual y ocasionalmente con agresiones físicas? ¿cómo justificarles que un fortachón transformado en un revelado malandrín, sea alineado en el juego siguiente en franco reto a la sensatez ciudadana?

Me apena la conseja según la cual este deporte es “cosa de hombres” y, en consecuencia, todo vale. Un “razonamiento” de esta naturaleza implica, entonces, que por ser “cosa de hombres” los coñ…, las patadas y hasta los disparos –cuando la circunstancia lo plantee-, son la bisagra necesaria para resolver diferencias en cualquier escenario. ¡¿Qué es eso?!

El beisbol, guste o no, está estrechamente vinculado al desarrollo y crecimiento moral de una importante parte de la población que lo sigue, bien sea desde sus filas o fuera de ellas. Ni la distancia entre latitudes impide que así sea, gracias al vertiginoso crecimiento de la tecnología. Ello debería obligar ¡algún día! a pensar y repensar en lo indicaba al inicio: la adaptación de reglas que en otras realidades competitivas son aplicadas bajo la aceptación de las y los involucrados.

Sin dejar al margen la formación y el refuerzo educativo que los peloteros deben recibir desde su ingreso a las categorías infantiles en aras de contener y dominar la escalada de agresión entre sí mismos, el orbe que patrocina esta disciplina no debería descartar lanzar un vistazo al reglamento básico del fútbol.

Imaginemos por un momento la situación en la que se encontraría un equipo, si su lanzador es expulsado. O si es expulsado el receptor, el inicialista, en fin, cualquiera de los nueve que saltan al terreno. Todas y todos sabemos lo que ello significaría.

¿Acaso no sería esta una verdadera sanción? La aplicación de una medida así, podría obligar a los jugadores a pensar dos, tres y más veces la concreción de acciones disparatadas, puesto que no solo lo afectarían inmediatamente sino también a posteriori porque seguramente que la empresa para la cual trabaja (al fin y al cabo los equipos son eso: empresas), les reclamarían el daño económico y moral que gradualmente tales actitudes generan en estas organizaciones.

¿Es una utopía? Podría serlo. Lo cierto es que de no ser ese, otro procedimiento debe definirse para cortar de tajo un mal que monstruosamente causa daños sin que, peligrosamente, sea del todo advertido.

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