(II) En las vísceras del Apocalipsis: Llegó un momento en que me di por vencido… intenté ahorcarme en el Cecot (Ver video)
Así lo relata Luis Edixon Chacón Gómez, quien contó con la solidaridad de sus compañeros para frustrar la fatal y desesperada decisión. Fotoscaptura / Internet. Video: Yonsaki Moreno

VEA / Yuleidys Hernández Toledo
Ser blanco de brutales golpizas, estar sometido a maltratos psicológicos, a terror constante, pero especialmente al hecho de ignorar si volvería a ver a sus tres (3) hijos, a su esposa, a mamá o a papá, hicieron que el venezolano Luis Edixon Chacón Gómez, tomara la determinación del suicidio delante de parte de sus 251 compatriotas, quienes -como él- estuvieron secuestrados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), con sede en El Salvador.
El final lo tuvo claro: Una sábana suministrada por sus cancerberos, sería suficiente para concretar el ahorcamiento, indicó a Diario Vea en esta segunda entrega de una serie de tres (3). La primera de ellas, fue campo para narrar -entre otras cosas-, cómo se produjo su traslado a la megacárcel, y el suplicio que implicó el bestial procedimiento.

Con ese acto de desesperación, quería no solo poner fin a tanto sufrimiento y dolor personal, sino también «ayudar» a quienes -como él- permanecían secuestrados en la fortaleza construida en febrero de 2023, pues los oficiales de la megacárcel, donde las torturas están a la orden del día, constantemente les decían que la muerte de algunos de ellos facilitaría al resto de las víctimas el abandono del penal.
En medio de sollozos y lágrimas registradas a través de la videollamada ofrecida por Diario VEA el 23 de julio, lo detalló así: «Llegó un momento en donde ya me di por vencido. Los guardias decían que si uno de nosotros moría, podía ser el boleto de salida de todos, y yo me subí en la última cama, agarré una sábana blanca que nos habían dado y la amarré, y me iba a ahorcar, porque ya sentía que no podía más. Yo sentía que ya no iba a ver a mi familia más nunca, que no iba a volver a ver a mi mamá, a mi papá, que no iba a volver a mis hijos».
Tras una pausa, aprovechada para hacer suyo un bocado de aire, le preguntamos qué evitó la ejecución de ese acto. Su respuesta: «Mis compañeros, cuando me vieron que estaba montado arriba, que estaba amarrando (…) se subieron lo más rápido que pudieron y me amarraron abajo ellos a mí (…)».
No obstante, el tiempo transcurrido desde el regreso a suelo patrio el 18 de julio, el dolor se entierra como una daga en su voz. Esfuerzo de por medio, añade que le decía a sus compañeros de la celda 24: «No quiero sufrir más». Atendiendo la «conseja» de sus victimarios, les manifestaba que si su muerte servía para que todos salieran, entonces «que así fuera».
Aquel episodio de intento de suicidio, tuvo lugar días después de haber recibido una despiadada golpiza. Ocurrió también previo al 25 de junio, fecha sumamente importante en su existencia, pues es el día del cumpleaños de su hijo mayor, Neiver Chacón Galindo. Mientras el calendario acortaba los días, solo pensaba en su muchacho cumpleañero, en sus otros dos bebés y en su esposa, y en las vicisitudes que debían estar atravesando en Estados Unidos, sin él a su lado, sostén del hogar del grupo familiar.
Rememora que cuando fue trasladado ilegalmente al Cecot, parte de sus pensamientos albergaba cierta fe en abandonar pronto aquella mortal estructura. «Mi sueño era salir para el 25 de junio, que es el cumpleaños de mi hijo mayor». Al mencionar ese momento se emociona y agrega: «Yo tengo mis tres hijos, pero él es como ese calorcito, siempre está detrás de mí, siempre, él es mi apoyo».
Desde la casa de su madre, Luismary Gómez Díaz, ubicada en Guanare, estado Portuguesa, admite que después del instante del suicidio frustrado, el 25 de junio fue uno de los días más fuertes emocionalmente. No dejaba de pensar en sus hijos y en su familia.
«Ese día cumple año mi hijo y no podía saber nada de él, no sabía si estaba bien. Yo en Estados Unidos era el que trabajaba, el que hacía todo, y mi familia quedó sin nada, porque yo quedé preso. Mi esposa no podía trabajar… nosotros con tres niños», reitera.
Agradece a Dios por la compañera de vida que le dio, «por esa gran mujer que me regaló; mi esposa luchó y se la guerreó. En este momento está en Estados Unidos y es lo que más me desespera. Estamos buscando la manera de traérnoslos, que se reúnan conmigo. No sé qué hacer. Me da miedo que los agarre migración y me quiten a mis hijos. Estamos desesperados porque queremos buscar ayuda y no sabemos con quién hablar, con quién tratar«, remarca con frustración.

El joven de 26 años fue apresado el 8 de marzo de 2025 en Milwaukee, estado de Wisconsin (delante de Neiver, su hijo para entonces de seis (6) años) mientras trabajaba prestando servicio como «delivery». Tras estar un mes en diversos centros gringos de migración, fue llevado a la base naval que ilegalmente ocupa EEUU en Guantánamo, territorio cubano, y de ahí al Cecot.
Tras ser rescatado el viernes 18 de julio por el gobierno nacional que lidera el jefe de Estado Nicolás Maduro, pudo ver los videos de su hijo, Neiver, manifestando la inocencia de su padre y pidiendo a Donald Trump y a Nayib Bukele que lo liberaran, que lo devolvieran a su lado, que él y sus hermanos lo necesitaban mucho.
«Ahí es donde digo: Lo he hecho bien como padre, porque siempre me he esforzado para que a mis hijos nunca me les falte nada, y me fui» a Estados Unidos, con la esperanza de un mejor futuro para ellos. Hoy todo es más claro para él: Lo que encontró fue la peor pesadilla para su vida y su familia.
Sobrevivencia, agresión, represión

Narra Luis Edixon, que el 13 de mayo, los venezolanos secuestrados en el Cecot protagonizaron un motín. No era el primero en el recinto, pues antes que él llegara hubo otros. En esta oportunidad la acción ocurrió luego de que oficiales de ese inhumano centro, ingresaran a una celda y arrojaran desde la parte alta de las camas construidas con piezas de metal, a uno de los raptados, a quien causaron fuertes heridas en la cara. «La sangre cubría el rostro y el pecho del muchacho», asevera.
Todo sucedió, explica, cuando los custodios conocieron que los connacionales diseñaron una especie de hojilla para rasurar sus barbas. «Inventábamos para quitarnos la barba, limpiarnos la cara, porque no teníamos ningún tipo de instrumento que nos sirviera para eso; cuando los guardias se enteran, hacen requisa (…)».
Ante aquella agresión, «(…) los venezolanos no pudimos más con lo que estaba pasando y empezamos a amotinarnos», agregó.
Ahora, más calmado, sin estrés ni miedo, reflexiona sobre aquel episodio y concluye que los guardias esperaban otra rebelión como excusa para volver al régimen aplicado contra los primeros connacionales. Lo argumenta tras recordar que cuando fue trasladado al Cecot, las celdas estaban protegidas con candados anticizalla, diseñados para resistir el corte con herramientas, pero un día fueron sustituidos por candados «normales».
Cuenta que cuando vieron al compañero de secuestro sangrando, comenzaron a lanzar papel y lo que tenían desde las rejas contra los gendarmes antimotines. En la celda 24, donde él estaba, entre varios arrancaron una especie de baranda avistada en la zona superior de la última cama y la usaron para romper el candado.
«La acomodé como una cabilla más pequeña y partimos el candado, y nos salimos de la celda, abrimos como aproximadamente nueve celdas más (…) No podíamos seguir en la misma situación que estábamos viviendo. Estábamos cansados de los maltratos, atropellos, golpes (…) Unos compañeros de la celda partieron las paredes y sacamos bloques, pedazos de bloque y le lanzábamos a los antimotines que estaban en la entrada (…) Nuestra idea nunca fue escaparnos ni nada, queríamos apoderarnos aunque fuera del pabellón, pero en eso se nos vinieron con escopetas y balas de gomas, nos daban a quemarropa (…) Todos salimos corriendo, nos metimos en la celda, cerramos la celda y nos encerramos», relató.
Añadió que los oficiales llegaron a las celdas, colocaron las escopetas en medio de los barrotes y dispararon. «Ya no estábamos haciendo nada, ya no había defensa de parte de nosotros», comenta.
Describe que «a un compañero que estaba conmigo, le abrieron la mano en esta parte», dice, mientras abre la palma y muestra la separación entre el dedo índice y el pulgar. «Le sacamos la bala de adentro de la mano, una bala de goma. Hubo otro compañero que le partieron esta parte de aquí», precisa, mientras señala una de sus cejas. «A uno casi le sacan un ojo (…) si una bala de esas nos hubiera dado a cualquiera en la sien, nos mata».
Relató que a un joven le dispararon en la pierna, siendo de tal magnitud el impacto, que en la herida «…podían entrar dos dedos de la mano (…) «Ese día hubo muchos heridos», complementa.
En aquel episodio, los guardias tardaron al menos cuatro (4) horas en permitir asistencia médica. «Nos decían: ‘¿Ahora sí, hijo de puta, ahora sí van a pedir médicos, a pedir clemencia..? ¿Después que querían desvergue?, ahora aguanten».
En la referida celda 24, dos (2) de los hombres se desangraban. Solo horas después, fueron atendidos por médicos.
Tras lo sucedido decidieron dormir poco, dado que desconocían cómo actuarían los guardias en un momento dado. El día siguiente, «casualmente», no recibieron desayuno.
Comenzó la película de terror: Golpizas brutales
Al día siguiente del «motín», comenzó «la película de terror como tal, para mí (…) Ya otros la habían vivido», pero como especifica, comenzaron «los golpes de verdad».
«Empezaron a sacar, celda por celda. Hubo un muchacho que, del miedo, se desmayó. Se lo llevaron a un sitio que le decían la isla. La isla era como la celda de castigo, un calabozo. En esa celda agarraban y le metían la cabeza dentro del agua», para, supuestamente, despertar al elegido. De ahí lo cargaron hasta el lugar de aislamiento, luego hasta la enfermería y en este último lugar, «volvieron y lo agarraron y lo soltaron como a un perro al frente de todos».
Aquel día, a los que «tenían vigilados, que habían sido groseros, que se les habían salvado» a los oficiales, «no los perdonaron» y le dieron golpizas.
«Nosotros en la celda 24, estábamos al lado de aislamiento» por lo que «escuchábamos los gritos y los gemidos de quienes golpeaban. Y nosotros asustados», porque habían empezado los castigos. «…’Ya venimos por ustedes’, nos decían. Pasaban por la celda y nos decían: ‘Ya venimos por ustedes’…».
En efecto, fue la última celda a la que ingresaron. Cuando detectaron cómo se elaboraban las «cabillas» para forzar los candados, «trajeron personas con pulidora y esmeril, y quitaron todas las cabillas de alrededor de la cama, para que no tuviéramos con qué defendernos». Mientras se acometía esa labor, cuenta Luis, a ellos los hicieron salir.
Sabían lo que ocurriría al regresar a la celda. «Cuando llegó el momento, yo no sabía qué hacer (…) el miedo era inevitable. Sí sabíamos que íbamos a recibir la golpiza de nuestras vidas. En ese momento se puso el primer compañero y dice: ‘Yo voy adelante’, y yo le digo: ‘Yo te sigo’. Mi compañero, a mitad de camino a la celda se cayó, y en eso se le vienen cuatro de los guardias y lo golpeaban y pateaban (…)».

«En ese momento agarraron y me metieron en la celda. Pensé: No me golpearon; cuando de repente dicen: ‘Sáquenlos, que ellos fueron los que partieron el candado’. ¡Dios mío!, cuando nos dijeron así, yo me aferré ahí, yo no quería salir. Un carcelero me decía: ‘Vení, que tú sí vas a salir; vení, porque te va a ir peor si yo voy’. A lo último, cuando decidí moverme, salieron corriendo hacia mí y me agarraron y me sacaron. Nos arrodillaron a todos al frente de la celda (…) Y era golpe y golpe (…) Yo les gritaba que me iban a volver a partir la pierna, que mi pierna estaba operada, y se me montaban con los dos pies encima, y me saltaban encima de la pierna (…)», relató con terror, al recordar aquel momento.
Agregó: «Estábamos esposados en la parte de atrás y nos ponían el pie en las esposas hasta abajo, hasta donde llegaran (…) Las heridas de las esposas no eran nada comunes, hubo muchos que le quedaban pedazos en ellas. Nos agarraron y nos pegaban del pecho a la pared, las esposas las jalaban hacia abajo, y con el palo que usan ellos nos agarraban por el cuello y nos jalaban hacia atrás por el cuello. Nos golpeaban en la cara (…) Duramos, yo calculo, como cerca de 30 minutos llevando coñazos, llevando golpes«.
Relató que a un compañero le partieron la nariz. Luego de ese episodio les aplicaron «el régimen», que consistía en que debían pararse a las 4:00 de la mañana y a esa hora debían bañarse por única vez. «Si te encontraban bañándote, te llevaban a la isla, y en la isla eran golpes».
Admite que durante «los primeros siete días que empezó ese régimen, yo no era capaz de bañarme, yo no me quería ni levantar de la cama, porque sentía que si yo me levantaba me iban a golpear, nada más por moverme».
El director del Cecot también los golpeó

Tras el motín, el director del Cecot, Belarmino García, también los golpeó, indica Luis Edixon. «Llegó a la celda donde estábamos nosotros y nos preguntó: ‘¿Quiénes son los que partieron el candado?’ Y nos cayó a golpes».
De acuerdo con este sobreviviente de las torturas de Donald Trump y Nayib Bukele, el funcionario salvadoreño les informaba que «todo lo que les está pasando a ustedes es por orden de Estados Unidos, porque ustedes son presos de Estados Unidos; ustedes no son presos de El Salvador, ustedes están en calidad de depósito». Reflexiona y subraya: «Era lo que nos decía. Se supone que si eso era así, no debíamos haber recibido tantos golpes criminales».
El muchacho, quien reside entre La Fría y Guanare, comenta que en algún momento pensaron que las golpizas que les daban eran abuso de poder de los guardias, de los custodios. «En ese mismo instante nos sorprende que las órdenes venían de arriba. Nosotros pensábamos que eran los mismos oficiales los que estaban abusando de su poder, que las personas de alto mando no sabían nada de eso. Pues, sí sabían», remarcó.
Enfermería: Golpes delante de la doctora
Producto de la golpiza recibida, una gran herida se asomaba en la cabeza de Luis Edixon. Por ello fue necesario trasladarlo a Enfermería, donde de acuerdo a un popular refrán criollo, «fue peor el remedio que la enfermedad».
«Tengo una cicatriz (señala la cabeza); me partieron de la golpiza que me dieron (…) Me llevaban a curación; cada día que me sacaban a curación era peor, nos veían y nos golpeaban (…) No entendíamos cómo la doctora podía permitir eso. Ella te curaba, te pasaba el algodón, y se quitaba, y se me venían dos guardias, y golpes a la cara, al pecho, donde fuera, y llegaba la doctora otra vez, y te pasaba el algodón de nuevo, y volvía y se quitaba (…)», contó.
Mientras esperaban ser atendidos, también eran golpeados. «Nos sacaban de tres a cuatro personas; entonces teníamos que esperar antes de entrar. Esa espera era una pesadilla. Había personas que ya no querían ni siquiera ir al médico, porque sabíamos que eran golpes lo que nos esperaba».
Mujeres del régimen en «la última pela»
Tras aquel motín, estuvieron recibiendo golpes durante siete (7) días seguidos.
«La última pela que nos dieron, trajeron a las mujeres que trabajaban en el Cecot. Pasaba un hombre, te golpeaba; pasaban dos mujeres y te golpeaban, así, intercalados. Cada mujer te daba cerca de 20 golpes. Imagina la rueda que hicieron; se cansaban, eran golpizas de media hora, dándole golpes a cada uno media hora, esa fue la última pela (…)», describió con dolor.
‘Satán’ dio la bienvenida
En su testimonio, el muchacho que antes de migrar vivía con su familia y su papá en La Fría, estado Táchira, recordó que estuvo en el grupo de los últimos (7) venezolanos trasladados al Cecot, entre los días 12 y 13 de abril. Arribaron un mes después de los 238 secuestrados el 15 de marzo, y luego de otro grupo integrado, casualmente, también por siete (7) compatriotas.
«Antes de ese mes habían pasado muchas cosas. Me cuentan mis compañeros, que cuando llegaron se consiguieron a un oficial que le decían ‘Satán’. Era el encargado de la guardia. Él les dijo: ‘Bienvenidos al Cecot, este es el infierno y aquí van a salir en bolsas’ (…) Mis compañeros cuentan que los amarraban, les ponían esposas y los ponían entre los barrotes y les echaban gas pimienta en los ojos. Estando amarrados los golpeaban (…)», relató mostrando obvios gestos de rechazo.
Indicó que antes de su llegada también hubo «un motín, una huelga de comida; todos tiraban las comidas contra el piso, los que podían las tiraban a los oficiales, de manera que no entrara nadie». La protesta fue originada luego de que oficiales ingresaran a una de las celdas, golpeando con tal brutalidad a uno de los jóvenes, que se desmayó. Durante el primer mes que estuvo ahí «no había visto ese nivel» de agresión.
Tras esa reacción colectiva, «Satán» fue relevado. Al parecer, alguien giró la orden de que los guardias trataran «mejor» a los secuestrados venezolanos, relató.
Fútbol, religión o golpes
Contó que a modo de «distracción», el plan del Cecot contempla dos (2) programas. «Uno se llama Religión, y otro Fútbol; el Fútbol era salir al frente de tu celda un cuadrito y jugar con tu compañeros». Sobre la charla religiosa, indicó que era orientado hacia los evangélicos cristianos. Remarcó que «si no salíamos, nos golpeaban».
Narró que cuando los sacaban a «jugar fútbol», les tomaban fotos, quizás con la intención de hacer creer al mundo que estaban siendo bien tratados.
Enfermo renal lloraba de dolor y no lo atendían
Entre las torturas que su memoria grabó, está la propinada a un joven venezolano, a quien identificó como Martínez Borrego. «Ese muchacho tenía retención de líquido, tenía problemas en los riñones», afirma.
Comenta que al muchacho solo lo llevaban al médico y le daban «medicamentos que no habíamos visto (…) Ese muchacho lloraba, y lo escuchábamos llorar del dolor y los oficiales no le prestaban atención, era una cosa desesperante».
Señaló que en una oportunidad el director del Cecot envió al joven paciente «a un médico». Ahí, el connacional se enteró que crecía el interés de los medios de comunicación hacia el secuestro que les era aplicado. Los guardias que lo trasladaron al centro de salud «no lo dejaban hablar y lo amenazaban; que si hablaba, apenas llegara a las instalaciones, le iba a ir peor».
Humillante posición de requisa
Los venezolanos eran humillados hasta más no poder. Los guardias, cuando querían hacer requisas, los obligaban a colocarse en una posición donde se rozaban unos con otros. «Había una cosa que le decían posición de requisa. Tenías que ponerte al fondo de la celda, juntarte, porque nos tenían en bóxer, juntarnos uno detrás de otro, o sea recostarnos uno a otro, y entrelazados por las piernas. Eso era la orden de ellos», denunció.
Con la cabeza dentro de las piletas de agua
Contó que cuando los custodios «nos escuchaban diciendo algo, porque llegaba un momento donde nos obstinábamos y queríamos maldecirlos, nos metían la cabeza entre los tanques, las piletas de agua. Nos las metían como para ahogarnos y a la vez no».
Daño psicológico
Describe además que, como hobby, los guardias hacían sonar las esposas, situación que califica como daño psicológico. A su juicio, eran «órdenes, porque todos los guardias sonaban las esposas».
«Cuando escuchabas sonar las esposas, tú querías meterte debajo de la cama, una cosa así, donde no te vieran, donde no pudieran verte», agregó.
Indicó que llegó un momento en que la comunicación era a través de señas, para así evitar los golpes que recibirían en caso de ser sorprendidos gritando de celda en celda.
La «lata» donde dormían eran tan frías, que solían pegarse de la pared buscando algo de calor. La ropa interior conocida como bóxer, era la única prenda que les acompañaba al dormir. Ah, solo tenían uno, que debían lavar cuando se bañaban.
«Cuando nos bañábamos tocaba desnudarnos» delante de todos, «porque era una sola hora de baño. Y tenías que desnudarte frente a todos, que te vieran», cuenta con obvio enojo.
Al igual que han relatado otros sobrevivientes, manifestó que el agua que bebían «era la misma con la que nos bañábamos». Comenta que los médicos tenían el cinismo de mandarlos a tomar 18 vasos de agua. «¿Cómo te tomas 18 vasos de un agua que no es potable?».
Prosigue indicando que en una ocasión hubo colapso en las alcantarillas. Salía aguas servidas de la celda donde estaba. «Duramos ocho días con las alcantarillas tapadas. Con ese olor, moscas, todo lo que te puedas imaginar, así teníamos que pasar al baño, ir a bañarnos cuando nos tocaba bañarnos», especifica.
Los guardias, en un momento, establecieron una línea de la que no se debía pasar. «Había momentos en los que, si hacías algo mal, te quitaban la comida de la celda completa. Hacer algo mal era pasar de esa línea, que te echaran agua y cayera agua fuera de la celda (…)», expresó.
«Así pasamos la mayoría del tiempo, golpe tras golpe», agrega. Cierra los ojos y remarca: «Los golpes nunca faltaron».
Torturas día, tarde y noche
-¿No hubo un solo día en que no los torturaran, no los maltrataran?- preguntamos, en un punto de la conversación que se extendió por hora y media.
–«Hubo días en los que no tuvimos golpes; pero la tortura fue día, tarde y noche; porque o eran insultos, o eran los golpes a las rejas (…) A las 9:00 de la noche tenías que acostarte y quedarte dormido, quisieras o no quisieras. Si escuchaban bulla en el patio o algo, buscaban al que había sido y tenía que salir (…) Las groserías nunca faltaban».
Al discernir, establece que -para él-, las torturas más grandes fueron las golpizas y los insultos. «La golpiza más grande que nos dieron, nos las dieron el día que abrimos la celda (…) Nunca había recibido tantos golpes, como ese día. Había un compañero que las partes de sus glúteos -él es catire-, los moretones, los hematomas que tenía, le tapaban toda la nalga completa, imagina el tamaño del hematoma».
Agradece a Dios, porque en la celda 24 donde estuvo, los secuestrados fueron unidos y no se delataron entre sí, a pesar de las amenazas de los custodios. «Todos aguantábamos la pela que nos tocaba».
Remarcó que después de la acción de violentar los candados, se propusieron no llamar la atención de los guardias. «Tratábamos que no nos vieran, si mandaban a callarse nosotros nos callábamos, si teníamos que hacer posición de requisa y durar todo el día en posición de requisa, durábamos todo el día en posición de requisa, porque ya habíamos alumbrado mucho, y sentíamos que por cada cosa mínima que hiciéramos, íbamos a ser golpeados, golpe tras golpe. Ya nos resignamos; si vamos a vivir aquí, toca vivirlo de la mejor manera, tratar de llevarlo hasta que pase lo que tenga que pasar (…)».

Consultado sobre la posibilidad de escapar, dijo: «No había manera, esa es una cárcel demasiado grande, con torres en todos lados, rejas, puertas. No había manera de escaparse. Nunca íbamos a ser capaces de llegar a la puerta principal. Nosotros conocimos esa cárcel por fuera el día que salimos».