Néstor Rivero Pérez

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El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mediante la cual se proclama el carácter inalienable de dicha esfera de atribuciones a favor de cada ser humano, “independientemente de su raza, color, religión, sexo, idioma, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” [https://www.un.org/es].

Algo de historia

En este punto conviene apuntar que la escuela iusnaturalista concibe dicha esfera de atribuciones como inseparable de la condición y naturaleza de cada  ser humano, independientemente de que se reconozca o no estos derechos en leyes, reglamentos y declaraciones. Al respecto, el positivismo responde que los DD. HH. son precisamente aquellos consagrados en el ordenamiento jurídico, debido a que “no son algo que exista dado por la naturaleza y que nosotros nos limitamos en descubrir, como los cromosomas (…) Los derechos los creamos nosotros, mediante nuestras convenciones” [Jesús Mosterín / Fuente: https://www.amnistiacatalunya.org].

La letra y los hechos

En el curso de los últimos 77 años la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se ha visto afectada por la intrusión de una circunstancia perturbadora de su contenido: El doblegamiento de las instituciones ante el peso de los poderes económicos y mediáticos globales. Karl Polanyi con su enfoque de antropología económica, se aproxima al fenómeno en el siguiente párrafo: “En la sociedad moderna la economía se habría ‘independizado’ del resto de instituciones sociales, para después dominarlas progresivamente. En cambio, en la totalidad de las sociedades tradicionales, la economía estaría ‘empotrada’ o ‘incrustada’ en otras relaciones sociales, como las relaciones de parentesco o los fenómenos religiosos” [Wikipedia].

Poder y DD. HH.

Se trata del poder megacorporativo-trasnacional en su carácter de imperialismo financiero, comercial, cultural y geopolítico, que sujeta los discursos y la  verdad a los intereses de sus juntas directivas. Se viola así los DD. HH., al apuntalarse regímenes genocidas como los que en el marco de la Guerra Fría aupó el gobierno estadounidense en Centroamérica, con acciones como la Masacre de El Mozote, ejecutada en El Salvador en 1981, por el Batallón Atlácatl de la FF. AA., cuando dicho país era gobernado por la “Tercera Junta Revolucionaria” que presidía el democratacristiano José Napoleón Duarte. Esta masacre dejó un saldo superior a 900 asesinatos. Dichas prácticas -funcionales con los intereses megacorporativos del control de mercados y aseguramiento de fuentes de materias primas-, se reproducen en distintos lugares del mundo, justificándose con doctrinas como el supremacismo racial, el destino manifiesto y el excepcionalismo histórico.

10 de diciembre de 1948

Como antecedentes de la disposición destacan la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, dada en 1789 por la Asamblea Nacional Constituyente, que en ese tiempo detentaba el poder en la Francia revolucionaria; e igualmente el Tratado de Regularización de la Guerra, rubricado en Santa Ana de Trujillo, en 1820, por el Libertador Simón Bolívar y el jefe expedicionario Pablo Morillo. Este último documento constituye el primer hito del derecho humanitario de guerra. Así, en 1946, a pocos meses de haber culminado la Segunda Guerra Mundial con su horrible herencia de desolación y muerte, y en el marco de los juicios de Nuremberg contra jerarcas nazis, se plantea un borrador de la Declaración de DD. HH., creándose una instancia de 18 miembros, quienes representaron a ocho Estados y que presidía Eleanora Roosevelt, viuda del presidente F. D. Roosevelt, de EE. UU. Sometida a consideración tras dos años de debate, el texto fue aprobado por la Asamblea General de la ONU, consagrando el principio según el cual “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y… deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

Sinóptico

2018

Estatua de Apacuana

Este día fue colocada en la autopista de Valle-Coche (Caracas), por la Alcaldía del Municipio Libertador, la escultura alegórica de la cacica Apacuana. La obra reivindica la resistencia aborigen contra la penetración violenta de los conquistadores españoles en los valles centrales de Venezuela. En su Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, escrito durante la Colonia, José de Oviedo y Baños recoge información de fuentes orales, sobre esta heroína aborigen, quien jefaturó una de las últimas manifestaciones de la resistencia originaria en Venezuela. Apacuana atacó a españoles encomenderos en el Tuy (Miranda). El grupo conquistador del Tuy, con pocos hombres aprovechó la enemistad entre los indios teques y los quiriquires, para con apoyo de los primeros, venir por la revancha, capturando a la cacica, para castigarla a latigazos, terminando por ahorcarla.

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