Federico Ruiz Tirado

@Fruiztirado

La operación que sacó al paramilitar Carlos Luis Revette («El Koki»), del tenebroso tablero de ajedrez que ha venido imponiéndose en la vida nacional y en el quehacer político, no fue una redada policial en la esquina del barrio.

Si vemos hacia atrás, y si intentamos resemantizar el episodio reuniendo algunos elementos del conjunto, comprenderemos que el movimiento de las piezas equivale a un capítulo más de la guerra contra Venezuela, que ahora desliza una táctica en correspondencia con la estrategia trazada en la concepción político-militar del Plan Colombia.

Se trata de una avanzada de las piezas que otras veces parecen replegarse en busca de oxígeno, o se camuflan, suben altas colinas por el norte y bajan por el extremo sur para marcar el terreno y ponderar desde abajo la pendiente escalada; para ejercitarse y no dejar tiempo ni espacio a la inercia, a la distracción que les pueda desdibujar el objetivo central.

A su ritmo, la guerra marca su semiología: su lengua de marca es la muerte, provoca la destrucción, el exterminio. Sus robocops tienen refugios para recibir instrucciones y dar cuenta a sus jefes de división de lo hecho y de lo que está por hacerse. Esa «autoridad» tiene otros jefes con insignias relucientes que no necesariamente guindan de sus pechos, pero las traslucen sus miradas, sus tics, la modulación de sus voces. Son los grandes capos que ven el mundillo de sus existencias desde el cristal de la ruindad de su condición humana. Unos hijosdeputa que suelen ser más terroristas que los súbditos, los sicarios que dirigen para ejecutar ciegamente el mal.

Siempre está el mayor, como el Golem de Borges, o los Golems que han recorrido las espinosas tradiciones judeocristianas: unos han sido creados en los laboratorios de la CIA o del Mossad, haciéndose pasar por buenas personas, o amigos de los enemigos principales, de modo que puedan intervenir como lo han hecho los gringos en Afganistán, creando espacios con «familiaridad» para asegurar las acciones militares: el mundo árabe es una compilación de esa historia.

Estados Unidos y sus agendas de expansión programan la guerra para adueñarse del mundo. La historia de los imperios tiene la edad y el tamaño de la barbarie. Han invadido naciones enteras a veces a través de un entramado de naturaleza bélica con aliados que, unos, son usufructuarios del reparto del saqueo y del botín, como los países de la OTAN, también militaristas y socios del negocio guerrerista, u otros, irremediablemente imposibilitados de negarse a las políticas de alianzas por razones geopolíticas.

Este, desde luego, no es el caso de Colombia, país que con la excusa de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, ha estado invadiendo a Venezuela a fin de servirle de trampolín a EE. UU. para apropiarse de nuestra biodiversidad, para garantizar el control geopolítico y darle un zarpazo a la industria petrolera. La existencia de más de 15 bases militares «ilegales» en América Latina y el Caribe no son adornos de pesebre.

Ya no estamos frente a una operación encubierta propiamente dicha: con la caída de «El Koki» se ha evidenciado la existencia de una cruzada paramilitar desde nuestras fronteras e incluso en el seno del propio territorio venezolano.

Por eso es hora de tirar al cesto los eufemismos y llamar por lo que son a Leopoldo López, a Guaidó, a Duque y a los terroristas vestidos de faranduleros que cantaron en la comparsa intervencionista de febrero en 2019.

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