Cantaura: Huellas de una masacre hace 39 años

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Veintitrés perecieron bajo fuego indiscriminado y torturas, un día como hoy en 1982 en el estado Anzoátegui. Fotos Internet.

Vea / Ildegar Gil

Hace 39 años, el 4 de octubre de 1982, fue perpetrada la masacre de Cantaura, así llamada por el alto grado de violencia que fuerzas de seguridad del Estado venezolano, desplegaron contra un asentamiento urbano de mujeres y hombres que disentían del modelo socioeconómico imperante en la Cuarta República desde el año 1958.

Ese día, “cuatro aviones de la Fuerza Aérea de Venezuela lanzaron 17 bombas de 250 libras», reseña el libro Venezuela siempre grande, autoría de la periodista Yuleidys Hernández Toledo, publicado en Diario VEA.

Precisó que «1.500 efectivos del Ejército, Guardia Nacional y Disip cercaron, con órdenes de aniquilar a los miembros del Frente Américo Silva. 41 jóvenes revolucionarios –la mayoría estudiantes universitarios de la UCV– celebraban una reunión ideológica en las cercanías de la población del oriente del país”.

“Luego del bombardeo», indica la fuente, «23 de ellos perecieron y fueron masacrados, fusilados, acribillados o rematados a sangre fría por la policía política, en una acción coordinada por Henri López Sisco, el ministro de Relaciones Interiores, Luciano Valero, y la cual contó con la anuencia del presidente de la República, Luis Herrera Campíns”.

El periodista y diputado José Vicente Rangel, y el también parlamentario David Nieves, denunciaron la muerte de campesinos que se encontraban “cerca del campamento guerrillero durante el ataque desmedido”.

La operación comenzó a las 5:45 de la madrugada, recuerda el portal del Inces. Indicó que de los 23 ultimados, 13 presentaron «tiros de gracia (en la nuca), de acuerdo a las investigaciones que llevaba para aquel entonces el Ministerio Público».

En su Informe Final publicado en marzo de 2017, refiere el texto, la Comisión del Estado por la Justicia y la Verdad individualizó a los responsables intelectuales y materiales de la “Operación Cantaura”. El primero en la lista es el general de División (Ej) Vicente Luis Narváez Churión, Ministro de la Defensa para el momento de los hechos. «La operación fue ejecutada por un oficial general, 8 oficiales superiores, 24 oficiales subalternos, 378 efectivos de tropa, y noventa y seis funcionarios de la Disip».

Además de la ideología, otra cualidad era común entre las víctimas: La edad. Señala nota de Venezolana de Televisión, que oscilaban «entre los 16 y 30 años».

El diario Correo del Orinoco publicó en 2018, los nombres de los y las mártires:

Roberto Antonio Rincón Cabrera, («El Catire», primer comandante del FAS);  Enrique José Márquez Velásquez (Segundo comandante); Emperatriz Guzmán Cordero, («Chepa», tercera comandante); Sor Fanny Alfonzo Salazar («Patricia», miembro de la Comandancia); Carlos Jesús Arzola Hernández; José Miguez Núñez, («Rivas» y «El Españolito»); Mauricio Tejada, («Plaza») Carmen Rosa García, («Rosi»); Ildemar Lorenzo Morillo; Carlos Alberto Sambrano Mira; («Jaime») María Luisa Estévez Arranz («Natalia»); Antonio María Echegarreta Hernández; Beatriz del Carmen Jiménez, («Maira»); Baudilio Valdemar Herrera Veracierta; Jorge Luis Becerra Navarro, («Gilberto»); Eumennedis Ysoida Gutiérrez Rojas, Diego Alfredo Alfonso Carrasquel; Luis José Gómez; Eusebio Martel Daza; Rubén Alfredo Castro Batista; Nelson Antonio Pacín Collaso; Julio César Farías Mejías y José Ysidro Zerpa Colina.

Elia Oliveros: «Asumí que la lucha era parte de mi vida»

Elia Oliveros supo del asesinato de su esposo, el mismo día. Carlos Arzola Hernández fue uno de los 23 combatientes ultimados.

A la revista Memorias narró parte de lo ocurrido aquel día, y otros aspectos vinculados con la organización política Bandera Roja, en la que militaban las víctimas.

He acá sus palabras:

Mi hijo pudo saber cuándo y en qué circunstancias murió su papá cuando tenía 12 años. Fue en ese momento que yo sentí que él tenía la madurez para comprender lo que había pasado. Hasta entonces, por medidas de seguridad, le oculté quién era su padre; porque en esas condiciones era en la que vivíamos.

El nombre del padre de mi hijo es Carlos Arzola Hernández. Fue asesinado —hace 34 años— en la Masacre de Cantaura. Él se había incorporado al Frente Guerrillero Américo Silva desde el año 1979. Las razones: Nosotros éramos militantes de Bandera Roja, pero desde finales del año 77 fuimos sometidos a una cruel persecución que no nos daba vida para nada. De hecho, yo andaba embarazada y esos meses fueron terribles; vivíamos cambiándonos de casa en casa.

En enero del ’79 nació nuestro hijo. Poco después Carlos decidió incorporarse a la guerrilla porque él decía que prefería morir en un combate que vivir esa vida de angustia que teníamos.

En ese momento yo lo apoyé. Sobre todo porque a nosotros se nos cerraban todas las posibilidades legales y no había otra alternativa para desarrollar un proceso político. La posibilidad era la lucha armada porque no había otra forma para ese momento.

Nosotros siempre reivindicamos eso, porque se ha desvirtuado la lucha de entonces. A veces se dice que solo eran unos estudiantes; unos muchachos que parece que se iban a reunir y a pacificar. Pero nada de eso es cierto; eso era un frente bien constituido.

El problema es que ellos fueron penetrados por los hermanos Rabanales, que habían sido del frente guerrillero Antonio José de Sucre. Ellos se pacificaron en el año ’79, y después de eso se desconocía qué andaban haciendo. Resulta que ellos fueron detenidos, al parecer, realizando algún atraco para obtener dinero a nivel personal, y en el interrogatorio fueron ganados por los servicios represivos del Estado. Luego visitaron a Gabriel Puerta en el Cuartel San Carlos y le pidieron la incorporación al Frente Guerrillero Américo Silva.

No se hizo una investigación para saber qué habían hecho ellos (los Rabanales) durante todo ese tiempo. Se violaron muchas medidas de seguridad, lo que llevó a que de alguna manera se diera lo de Cantaura.

Yo tenía 21 años cuando tuve a mi hijo y 23 cuando murió Carlos. Para ese momento, yo ni siquiera pude acompañar a mi suegra a reclamar los restos de mi esposo, porque yo también estaba solicitada. Y de hecho, en medio de su dolor —Carlos tenía dos hermanos que también habían estado en la guerrilla— uno de los Disip le dijo a mi suegra: “Chica, yo pensaba que aquí estaban tus otros dos hijos, y casualmente el que está es el que menos esperaba”.

En esa época no había ninguna instancia en la que se pudiera denunciar esa masacre. Los familiares fuimos perseguidos. Yo tuve que enconcharme, irme a la clandestinidad durante un tiempo. Con decirte que yo tuve un expediente abierto hasta el año 2002, como si hubiese matado a alguien.

Para ese momento, a nosotros como familiares lo que se nos ocurrió fue resguardar nuestra seguridad; no teníamos esperanza en ese modelo de Estado. El año ’83 fue muy duro con los golpes; porque no fue solo la masacre, sino lo que ocurrió después. Ya a principios del ’82 habían detenido a toda la dirección regional de Caracas, luego la del centro, oriente y Bolívar. Y eso fue producto de todo un trabajo de investigación donde ellos (los organismos del Estado) fueron desmontando toda la red de la organización.

Nosotros no estuvimos en la capacidad de desmontar todo ese trabajo que estaba haciendo la Disip y de alguna manera trabajamos con mucha confianza y violando las medidas de seguridad. De alguna manera se le dieron elementos al enemigo para que nos dieran los golpes en esos años.

Hubo compañeros que fueron torturados y dieron información; otros se pasaron al enemigo, pero en relación con la cantidad, fueron pocos. Yo pienso que la mayor cantidad de los golpes fueron producto del trabajo de inteligencia del enemigo. Hubo una subestimación de parte de los movimientos revolucionarios en cuanto a la capacidad y tecnología que ellos aplicaron.

Siempre luchar

Yo salí de Bandera Roja al año siguiente (1983). Y salí porque el informe que dio el partido lo que nos dice es que los culpables de la violación de la medida de seguridad eran los muertos. Pero parece que la dirección del partido no tenía ninguna responsabilidad en todo esto.

Yo les dije: «Yo no voy a jugar aquí mi vida con una gente tan irresponsable como ustedes». Así decidí romper con Bandera, pero me mantengo vinculada a las luchas revolucionarias desde ese tiempo.

Y es que yo me encontraba en un país en el que veía cosas que no podía soportar ni entender. Trabajaba con el Ministerio de la Familia en Nueva Tacagua y vi cantidades de niños buscando comida en la basura. Vi a una señora que me estaba regalando tres niños porque no estaba en capacidad de criarlos, y ella me decía que como yo trabajaba en el Ministerio, yo podía conseguir a alguien que por lo menos les garantizara comida.

Conocí a una muchacha con 15 años que era insulinodependiente y ya había perdido un ojo. Ella era muy activa y me apoyaba en el trabajo socioproductivo que estaba desarrollando en Nueva Tacagua, pero siempre me decía: “Profe, no se confíe mucho en mí porque yo no consigo para la comida y mucho menos para la insulina y en cualquier momento me da un coma diabético y me quedo”. O sea, una niña de 15 años ya asumía la muerte como algo natural.

Todas esas situaciones me indignaban y yo no podía quedarme cruzada de manos, esperando que un nuevo presidente le diera respuesta a esta problemática. Por eso yo asumí que la lucha era parte de mi vida; mi vida es una lucha permanente.

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