Ildegar Gil

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@Ildegargil

No tengo clara la razón por la que dejé de compartir, por esta vía, mis opiniones. Lamentablemente, un triste hecho es el que me da la certeza del retorno.

Durante los últimos cuatro años, estuve cerca de Eduardo Barrientos (nombre y apellido ficticio, pero siglas reales), un joven (unos 32 años) sobre quien su organización depositó máxima confianza. Era, como quien dice, uno de los pilares más gruesos en las actividades de la agrupación.

Ante tal elevado grado de compañerismo con E.B. ¿qué otra cosa podía hacer yo? Pues, ¡también creer en él! Esporádicamente, y debido a ciertas rutinas comunes, brevemente debí estar en su entorno.

A mediados del mes de abril, alguien creyó notar cierta actitud sospechosa en Barrientos. Con lógica incredulidad ante lo que creía observar (también era lógico que dudara de lo que le parecía apreciar), comunicó el impacto que le dejó lo que aspiraba fuese una falsa alarma.

Sus aliados (corporativos) más íntimos, fueron los primeros en escuchar el relato. Estuve, luego, en la fila siguiente de quienes manejaron la información. En mis venas, la sangre parecía negarse a continuar circulando ante lo que parecían gordas evidencias.

Después, todo fue una explosiva detonación cerebro-emocional: “Confesó”, me dijeron.

Aseguran que E.B. no ofreció mayor resistencia, ante el careo de su jefe inmediato. Las evidencias convertidas en pruebas, desarmaron cualquier justificación.

Tal vez, tonta e ¿ingenuamente?, me aferro a la ilusión de que todo sea un error. Sin embargo, la enmudecida conducta del señalado se encarga de desplomarme la aspiración y dar luz verde a algunas preguntas: ¿Qué le pasó? ¿cómo se atrevió? ¿desde cuándo? ¿por qué incurrió? ¿por qué no consultó? ¿y los valores que junto a su camada de chamas y chamos, parecía haber aprendido y aprehendido?

Sé que el jefe de su colectivo tomó una primera decisión. La misma, hasta donde me confían, se ejecutó. Desconozco si otras medidas serán aplicadas (incluyendo la suspensión o expulsión), y a partir de cuándo. Pero ello, en realidad, no es lo que me inquieta.

Me gustaría saber si Eduardo Barrientos será llamado, también, a objeto de que reciba un severo lavado de conciencia y hacerle un segundo o tercer enjuague en caso de ser necesario; si se le pedirá reponer el daño causado; si su caso será analizado entre quienes fueron sus copartidarios hasta hace apenas días; si se trazarán acciones para evitar que nuevos capítulos empañen la imagen del alegre conjunto y, bajo el riesgo de que suene duro y frío: ¿E.B. deja agazapados o agazapadas a otros y otras que –seguramente-, y en caso de existir, en estas primeras de cambio deben estar cuales jueces de incólumes tribunales?

El asombro no me abandona. Haber estado cerca, muy cerca, de un imberbe aficionado a las torceduras morales, es menos fácil de lo que parece aun cuando las aguas parecen acercarse a la quietud. Hay dolor.

¡Chávez vive…la lucha sigue!

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