Vladimir Castillo Soto

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La Corte Penal Internacional (CPI) es un tribunal “independiente” cuyo fin es juzgar personas por crímenes de lesa humanidad. No cuenta con el reconocimiento pleno de la comunidad internacional: Los países más poblados del planeta, China, India e Indonesia, no le reconocen, así como tampoco aceptan su jurisdicción Rusia, EE. UU., Cuba, Irán, Nicaragua, Turquía, Egipto, Angola y cincuenta y tantos países más, lo que le hace un proyecto de alcance bien restringido.

La idea no es nueva; en los últimos 100 años surgieron varias propuestas para la conformación de un tribunal penal permanente que juzgara crímenes graves, atribuibles a personas específicas. Desde 1947 se planteó en las Naciones Unidas (NN. UU.) la necesidad de un tribunal permanente al estilo del de Núremberg; sin embargo las posiciones antagónicas prevalecientes no posibilitaron su desarrollo durante la Guerra Fría.

Con el “fin de la historia”, occidente (incluido EE. UU.) consideró que se debía construir este nuevo mecanismo supranacional que les permitiera controlar aún más “la jungla”. La CPI se termina concretando en una reunión convocada en Roma en el año 1998, en la que se acuerda y firma el llamado Estatuto de Roma, que la normará. Convinieron que entraría en funcionamiento al ser ratificado el Estatuto por el Estado Parte número 60, lo cual ocurrió en el año 2002.

El problema principal de las instituciones internacionales creadas desde occidente para “controlar” el mundo, es que están pensadas desde su idiosincrasia, exclusivamente para servirles en sus intereses y necesidades. Cuando no se adaptan exactamente a ello, igual las usan y violan sus propias reglas de manera descarada; los dobles raseros son aplicados por todas partes con total impunidad y siempre con el apoyo masivo de los medios de comunicación corporativos. Al final, son instituciones de blancos para blancos, aunque las llenen de personas cooptadas, con apellidos árabes, ojos rasgados o pieles coloridas, que no por ello dejan de estar plenamente a su servicio.

Desde 2003, año de entrada en funcionamiento de la CPI, han pasado grandes tragedias en que han estado involucrados, directa o indirectamente, EE. UU., naciones europeas y muy frecuentemente el Estado de Israel. Invasiones y agresiones contra países soberanos, golpes de Estado, asesinatos selectivos, falsos positivos, genocidio, desplazamientos forzosos, robo de tierras y destrucción de cultivos, amenazas del uso de la fuerza, revoluciones de colores, bloqueos,  medidas coercitivas unilaterales, persecuciones religiosas, glorificación del nazismo y el fascismo, crímenes de odio y muchas otras atrocidades. Pero la CPI no vio nada de esto ni consideró necesario investigarlo, y en caso de hacerlo nunca se ha percatado del detalle de la participación de Estados o corporaciones occidentales en casi todos estos hechos.

En el caso de Palestina, las NN. UU., la CPI y la Corte Internacional de Justicia (CIJ) tienen una deuda con la humanidad, con la historia y con el pueblo palestino, que no tienen con qué pagar. A 75 años de la colonización de Palestina y después de miles de asesinatos viles y cobardes por las fuerzas de Israel, NN. UU. sigue muda y sin hacer nada para detener el genocidio, y menos aún actuar para llevar adelante la creación del Estado de Palestina; la CPI no ha actuado contra las autoridades y líderes de este monstruo terrorista, que asesina a diario niños, niñas, jóvenes palestinos, con total cinismo e impunidad. No es casual que al revisarse los casos abiertos por la CPI, en su sitio en Internet, la gran mayoría hayan sido y sean contra personas de color, provenientes de África y el Medio Oriente, que en casi todos los casos han pertenecido a gobiernos no dóciles o indeseados por occidente, lo cual, por si acaso, no exculparía de sus delitos a los culpables.

Para rematar su sesgada y politizada actuación, hace pocos días la CPI recibió en La Haya al presidente ucraniano Zelenski, no como imputado, sino como invitado. Para la CPI no existieron las 48 personas quemadas vivas en Odesa, ni las 14 mil personas que murieron en el Donbass entre 2014 y 2022, ni el golpe de estado incentivado por EE. UU. y la U. E. Tampoco existe la glorificación y exaltación del nazismo, el fascismo y el racismo ni la persecución religiosa, ni la estigmatización por tener ascendencia rusa o ser ruso hablante y todos los crímenes de odio relacionados. Por el contrario, “su racional objetividad”, les llevó a expedir una orden de captura contra el presidente de la Federación Rusa, según ellos por secuestrar niños en Ucrania y trasladarlos a Rusia. Diría Galeano, el mundo al revés. ¡El evacuar y proteger niños y niñas de las zonas en conflicto en Donbass es un crimen, bombardearlos y asesinarlos en Donetsk, Lugansk, Gaza o Afganistán no lo es!

La CPI tiene abierto un caso contra Venezuela, el cual es bien probable que sea usado prontamente para ejercer presión política de cara a las elecciones presidenciales que se aproximan. Si para la CPI el caso que estuvo abierto para la Colombia de Duque y Uribe por los falsos positivos, las masacres y otros crímenes de lesa humanidad fue desestimado, es bien probable que el que hay contra Venezuela pase al siguiente nivel; al final, estas instituciones son armas del imperialismo y están activas y a su servicio permanentemente, con o sin EE. UU. en su seno. Si la CPI se hubiese pronunciado e iniciado procesos ante el robo descarado del oro y las reservas internacionales de países y pueblos soberanos como Libia, Irak, Siria y Venezuela, o ante el saqueo del petróleo sirio o ante el robo de nuestra empresa Citgo, propiedad del pueblo de Venezuela, en EE. UU., se podría evaluar la posibilidad de continuar perteneciendo a una institución de este tipo, pero mientras sean lo que son y sirvan a quien sirven, mientras sus intereses sean antagónicos a los nuestros, los países verdaderamente soberanos no deberían hacerle el juego a estas organizaciones y permanecer en ellas.

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