Carlos Batatin

@aquilecastro

Como todos los días, luego de concluir la jornada laboral,  después de las cinco de la tarde entré al metro en la estación de Capitolio. Tropecé con personas cargando grandes bultos, cajas y, aunque parezca una exageración, con alguien que ingeniosamente dobló un colchón por la mitad y amarró  con un guaralillo entretejido. Todo hasta aquí era normal.

Al irme acercando al andén, con dirección ProPatria, observé decenas de usuarios con el tapaboca colocado no exactamente como debería ser.  Lo mantenían en el cuello cual bufanda para combatir el frío y protegerse la garganta y no contra el coronavirus subterráneo. Otros lo portaban en la mano izquierda o derecha de acuerdo a su preferencia.

Pasaron muchos minutos hasta que llegó el tren. Frente a la puerta del vagón me pareció que todos se conocían o por lo menos eran familia. Nadie mantenía el distanciamiento recomendado en estos casos, con nariz y boca descubiertas como con la clara intención de percibir “el grato olor al éxito”.

Se abrieron las puertas. Para entrar o salir se convirtió en la odisea diaria y, superado este diminuto obstáculo, entramos o nos obligaron a entrar a fuerza de empujones. Se escaparon algunas expresiones orales bien significativas y usadas cuando no se está muy alegre.

Una vez dentro noté que se cumplía el síndrome del celular, es decir, muchos de los pasajeros sacaban sus aparatos de poca o gran gama para saber si le habían escrito, responder algún mensaje, matar el tiempo con videojuegos o simplemente para lucirlo. Las mascarillas bien gracias, primero las redes sociales.

La grata experiencia me impulsó a tener algunas ideas maliciosas. Por ejemplo, se me ocurrió toser fuerte y decirle a la persona más cercana que se pusiera bien la mascarilla porque yo era portador de Covid-19.

De inmediato una joven  peló los ojos, se colocó bien el tapaboca y se abrió camino entre empujones y permiso, permiso, y más permiso. Se alejó, y desde la distancia me miraba con desprecio y con intenciones de matarme antes de que lo hiciera el letal virus mientras se bañaba de gel antibacterial. Sin embargo, para esa persona ya sería tarde porque ya mis buenas ideas habían cumplido el objetivo.

Antes de llegar a la estación Agua Salud otra chispa de creatividad llegó y para llevarla a cabo busqué lápiz y papel. Comencé a escribir en letra de molde y fácil de leer: Tengo Covid-19 aléjese por favor. El efecto fue devastador porque los más cercanos huyeron mientras trataban de darle el uso adecuado al tapaboca. En este caso ya ninguno tampoco tenía remedio.

Entre estación y estación recordaba a la Misión Robinson, Yo Sí Puedo,  porque  gracias a ella más de 1 millón 600 mil personas aprendieron a leer y escribir. En el interín imaginé que  sería genial mandar a imprimir varias franelas con la saludable frase: Tengo Covid-19, aléjese por favor.

Ante la anterior propuesta me “autorrespondí” que implicaría una respetada inversión, que tal vez la cosa se pondría de moda o, lo más probable, se convertiría en una guachafita y la gente seguiría abusando de su propia salud y la del prójimo. Sin embargo, se debe hacer algo.

Finalmente, antes de bajarme en mi estación de destino opté por algo más simple y económico. Desde mañana  colocaré en la mascarilla, en algunos casos para nada biodegradable, «Soy positivo».

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