Néstor Rivero Pérez

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El 11 de octubre de 1962, hace 59 años, el papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II, en cuyas deliberaciones se trataron temas como la “renovación moral de la vida cristiana de los fieles”, el diálogo con otras religiones, y el mundo secular, así como la necesidad de ajustes respecto a los nuevos tiempos que comenzaba a vivir la humanidad. Al finalizar el concilio, en 1965, un grupo de obispos latinoamericanos haría entrega al nuevo pontífice, Pablo VI, del documento base de la Teología de la Liberación.

Ecumenismo

Dentro de los textos finales del Vaticano II destaca la Declaración Nostra Aetate (Nuestra Edad), mediante la cual la Iglesia reconoce que “Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen…y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad, y designios de salvación se extienden a todos” (https://www.vatican.va). Y tras reconocer igualmente, que en el mundo existe diversidad religiosa, Nostra Aetate pasa de inmediato a formular interrogantes inquietantes para personas de cualquier condición o cultura, creyentes o no creyentes “¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio…, la sanción después de la muerte” (Ibídem), admitiendo que, al paso de la historia, los diversos pueblos perciben “aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana” (Ibídem), y la cual se asocia -de acuerdo al texto- con la Suma Divinidad.

Hombre nuevo y religión

De modo explícito la Declaración acepta el significado del hinduismo como vía de investigación del misterio divino “con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y busca la liberación de las angustias de nuestra condición mediante las modalidades de la vida ascética, a través de profunda meditación”, apuntando respecto al budismo, con sumo respeto y tolerancia de credos, el empeño de sus seguidores por encontrar con sus propios esfuerzos el camino de la perfecta liberación ante la “insuficiencia radical de este mundo mudable”. Por primera vez de modo oficial la Iglesia acepta que otras creencias “se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados”.

Teología de la Liberación

En noviembre de 1965, cuando finalizaban las sesiones del Vaticano II, cuarenta obispos asistentes, entre quienes destacaba el brasileño Helder Cámara, entregaron al Sumo Pontífice el texto conocido como Pacto de las Catacumbas, mediante el cual se afirmaba el compromiso por una “nueva actitud pastoral orientada a los pobres y a los trabajadores” (Wikipedia). El escrito fue el antecedente de la Teología de la Liberación enraizada en países de América Latina. La denominada “Opción por los pobres” quedó plasmada en el siguiente párrafo “Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc., al servicio apostólico y pastoral de las personas y grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y los trabajadores compartiendo la vida y el trabajo” (Ibídem). Este punto, uno de los más revolucionarios del Concilio, sentiría el retroceso que respecto a la doctrina social de la Iglesia significó el largo pontificado de Juan Pablo II.

Sinóptico

José Antonio Páez en El Yagual

El 11 de octubre de 1817 se libró la acción campal del hato El Yagual, en la cual la celeridad, coordinación y, especialmente, el arrojo de los 600 hombres a caballo a cuyo frente estaba el entonces coronel José Antonio Páez, propinó una categórica derrota a las avanzadas de mil doscientos efectivos que respondían a las órdenes del pacificador Pablo Morillo en el Bajo Apure. Bajo la protección de Páez en El Yagual se habían puesto las corrientes migratorias de Nueva Granada escapadas de la cuchilla del Pacificador español, quien en 1817 se encaminó a los llanos. El joven Centauro organizó sus fuerzas en tres escuadrones, uno “al mando de Rafael Urdaneta; el segundo a las órdenes de Serviez y el tercero a las del coronel Santander” (autobiografía). “En nuestra posición, dice Páez, no quedaba otro partido que combatir sin tregua y buscar al contrario en todas partes (…). Marchamos al trote contra el enemigo que hizo alto y nos presentó frente (…) sin vacilar nos lanzamos impetuosamente sobre ellos, cargándoles con tal coraje y brío, que pronto cedieron…y emprendieron la fuga”. La acción del hato El Yagual constituyó, como lo afirmó el propio Páez, un “inesperado golpe de fortuna y equivalió a una gran victoria”. Además, dio una fuerza moral a quienes en el campamento quedaron compungidos ante el peligro de derrota de la pequeña tropa de Páez.

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