Alberto Vargas

El camino que ha recorrido la humanidad para alcanzar una vida digna, humanizada, desprovista de carencias, en el que el norte sea la paz, es todavía exigencia incumplida que con razón reclama el género humano.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada el 10 de diciembre de 1948, en una reunión solemne en París, cerca de la medianoche, sin ningún voto en contra, pero con 8 abstenciones, las de los países socialistas que, considerando justo el fondo de la definición de los derechos del género humano estimaban que estas libertades así enunciadas serían ilusorias en tanto que existiese la propiedad privada de los medios de producción y que, por tanto, serían inalcanzables en los países capitalistas.

En el momento en que esta gran tarea se terminaba surgían ya sus críticos. Uno de estos, el filósofo católico Jacques Maritain, dijo: «La función del lenguaje ha sido pervertida de tal manera, se ha hecho mentir de tal modo a las palabras más verdaderas, que para dar a los pueblos la fe en los derechos humanos no bastarían las más bellas palabras y las más solemnes declaraciones. Lo que se reclama a quienes las suscriben es que las pongan en práctica, es que encuentren la manera de hacer respetar efectivamente los derechos del hombre por parte de los Estados y los gobiernos».

Hay una maraña de perdición significativa por el intento de devanar estos conceptos de libertad y derechos humanos convertidos en ruecas metafísicas y escatológicas, alejados de su destinatario: la especie humana. Sin embargo, es posible pensar que algunas de estas libertades cuya definición aparecen en esta Declaración como fútil, sean más tarde objetivos fundamentales, hasta tanto esa gran parte de la humanidad no siga sometida a la devastadora presión económica.

Hoy debe preocuparnos los derechos de las mujeres y los derechos de los hombres mucho más primarios, mucho más elementales. Cuyo espíritu, su esencia, está establecido en la Declaración de 1948, y están siendo violados incesantemente, agredidos y negados.

Mientras la mayor parte del género humano viva en el hambre y en la sed de justicia, para luego morir en la miseria y en la ignorancia, el documento que ha sido suscrito en París en diciembre de 1948 continuará presentándose ante nosotros como un objetivo todavía lejano.

Más de la mitad de las mujeres y los hombres que integran este mundo vive en el hambre y muere en la miseria; un cierto número de conflictos bélicos considerados, no sin cierta hipocresía, localizados, se nos presentan con una característica pronunciada de guerras de contención contra aquellos países que aspiran gozar plenamente de sus derechos humanos.

Estos Estados injerencistas e intervencionistas en los asuntos de los países libres y soberanos, probablemente se adhirieron a la Declaración, la proclaman y la ensalzan; probablemente tratan de cumplirla, pero probablemente también es más importante en ellos su deseo de ignorarla antes que plasmarla en la serie de documentos legislativos y de principios que forma el gran arsenal escrito de cada nación, es decir, el de hacerla una realidad. Al parecer prefieren intensificar sus cruentos ataques contra los gobiernos que anhelan un mundo para la vida, en justicia y paz.

Tenemos hoy más sobradas razones y experiencias como para no medir nunca más la vida de un país por las aserciones que hagan sus gobernantes a la luz del principio universal de la no injerencia e intervenciones en los asuntos internos de los demás Estados.

En este contexto, es interesante recoger la interpretación marxista del término de libertad, que encuentra una base definitoria en un fragmento del Anti-Dühring, de Federico Engels: «Los primeros hombres que se separaron del reino animal eran en todo punto tan poco libres como los animales mismos; pero todo progreso de la civilización era una paso hacia la libertad».

En esta consideración histórica del arranque de la idea de libertad como una separación del estado animal se aprecia el sentido inverso: en la consideración de estado próximo a la animalidad que hacen las fuerzas de opresión con respeto a aquellos a quienes niegan los derechos humanos.

Los derechos humanos han sido convertidos en una parodia irrealizable, en una auténtica utopía. Hemos llegado así al punto de origen de los derechos de los seres humanos, que es justamente el de su desgajamiento del reino animal, como punto de partida de la libertad frente a la naturaleza, y hemos visto también que, a pesar de los milenios transcurridos desde el fondo de la prehistoria se producía este doloroso y difícil arranque en el que los modelos envueltos por la ideología dominante, pretende hacer regresar a la animalidad a las mujeres y a los hombres o países que intentan simplemente el derecho a la condición humana de su pueblo.

En estos escenarios contradictorios lo que únicamente se sabe es que los derechos fundamentales de las mujeres y de los hombres han sido históricamente pisoteados hasta la saciedad y hasta hoy día.

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